La semana pasada me acerqué a la Sala Parés para asistir a la inauguración de una exposición del pintor Carlos Díaz. Es un artista con predilección por el paisaje urbano que, además de haber hecho incursiones en ciudades como Nueva York o Venecia, lleva años retratando Barcelona. El suyo es un realismo no fotográfico ni maquinal sino emocional. Hay vida en los impactos de la luz en las fachadas, en las palomas que revolotean nerviosas en los callejones, en las siluetas desdibujadas en los charcos o en el deterioro del tiempo en esa materia que se van deshaciendo dignamente mostrando el paso del tiempo mejor que cualquier calendario. La Barcelona de Carlos Díaz, surcada de taxis amarillos y negros arrastrando lluvia en un día borroso, bicicletas que no son de nadie o gente que camina tan deprisa que no podemos saber su rostro, es una Barcelona que a mí me transmite la imperfección y la melancolía de lo verdadero. Una Barcelona más gris que el modelo de parque temático que tanto agradaba años atrás a las instancias municipales, pero donde late la vida.
Entre las personas que visitaban la exposición, me llamó la atención un señor alto con gorra de obrero fabril, un bigote canoso y unos ojos guasones. Era el ex president y ex alcalde de Barcelona Pasqual Maragall, sentado en uno de los sofás redondos del Espai 1 de la Sala Parés. Maragall accedía amablemente a hacerse un selfie con alguna señora entusiasmada de encontrarlo, incluso lo hacía de manera juguetona sacando la lengua a la cámara a la manera de Einstein. Estaba allá por cuestiones familiares.
El azar –o más bien los programadores de la Sala Parés- hicieron que ese mismo día se inaugurase a la misma hora, en una sala más pequeña, la exposición de su hermano Jordi Maragall en el Espai 2. Me acerqué a ver su exposición y me llamó la atención la deriva hacia la abstracción de Jordi Maragall, al que le recuerdo interesantes cuadros expresionistas años atrás. No soy experto en arte y no puedo decir si estos cuadros son buenos o no lo son. Sólo puede decir que a mí, como espectador, me dejaron bastante indiferente.
Hice en mi cabeza una reflexión que tal vez sea fantasiosa, pero es la que me golpeó con esa bofetada de la intuición: hay una mirada de Barcelona a pie de obra, realista pero no por ello exenta de poesía, como la de las novelas de Juan Marsé, Lluís Anton Baulenas, Empar Moliner o Carlos Zanón. De la misma manera que sucede en los cuadros de Gonzalo Goytisolo, Pere & Josep Santilari o el propio Carlos Díaz. Una ciudad matérica, incierta a veces, con sus grietas, porque en la perfección gélida del metacrilato no crece nada, mientras que en las rajas de los muros pueden nacer a su aire hermosas flores inesperadas.
Y existe otra mirada a Barcelona más abstracta, oculta tras esa amodorrada niebla de algodón dulce de colores de los cuadros de Jordi Maragall, de los que miran la ciudad desde el otro lado de la Diagonal, desde Vallvidrera o Sant Cugat, e incluso desde Andorra, y lo hacen desde una borrosa y confortable lejanía. Vendría a ser la idea –meramente pictórica, por supuesto- de que la realidad de lo convergente se sale por la tangente. Todas las miradas son lícitas, faltaría más. Y ni el realismo es mejor que la abstracción ni hay unas miradas mejores que otras porque “nadie es mejor que nadie” (eso lo canta, por cierto, el gran Manolo García). Simplemente, yo me alineo con la mirada sobre Barcelona de Carlos Díaz y la gente que pisa calle todos los días y se moja los pies en los charcos.