Me he comprado una bicicleta. No sé si eso me convierte de manera automática en un ciclista. Tampoco estoy seguro de que esta condición dependa del uso del vehículo. Más bien tiendo a creer que sí, de la misma forma en que usar un coche me haría un automovilista y una moto, un motorista. Por tanto, convengamos que soy un ciclista, así que voy a contar mis pocas horas de recorrido como ciclista barcelonés.
Lo primero reseñable es lo friendly que es esta ciudad con los que pedalean, algo que ni de lejos pueden decir los automovilistas, considerados progresivamente unos apestados, castigados con multas de aparcamiento y de circulación gracias (¿gracias?) al ejército de vigilantes uniformados y a la munión de cámaras más o menos visibles en las esquinas de aquí y de allá, por no hablar de las cada vez más restringidas zonas verdes donde los vecinos del barrio podrían dejar sus coches, en caso de que encontraran un hueco, lo que viene siendo más difícil que les toque el Gordo de la Primitiva.
Barcelona es generosa con los ciclistas. El Ajuntament prevé que a finales de año la ciudad cuente con unos 230 kilómetros de carril bici, asunto del que no pueden presumir muchas ciudades del orbe. Sí, es cierto que peatones distraídos, perros sueltos, niños descuidados de la vigilancia de sus padres y otros obstáculos más o menos evitables hacen peligrosa la circulación en bici por los tramos de aceras, pero también es peligrosa la convivencia ciudadana en otros aspectos, y no por ello dejamos de codearnos, rozarnos, fregarnos y odiamarnos todo el tiempo.
También hay, desperdigados por toda la ciudad, bastantes sitios para dejar atado el vehículo, pero, ay, esto ya no es tan bonito: en la tienda donde compré mi bici de segunda mano me advirtieron de que no sólo tenga muy en cuenta dónde la dejo aparcada, sino también del hecho de que a veces da igual que la ate con dos candados dignos de guardar el Reino de los Cielos: «Los chorizos, a veces, si no te la pueden mangar te destrozan las ruedas a patadas», dijeron. Ya no se trata siquiera de una supuesta necesidad («robo para poder comer, yo sería honrado si no fuera por el hambre, etcétera»), sino de pura inquina envidiosa, del palo «si no la puedo tener yo, tú tampoco, capullo». La maté porque era mía.
Pero lo que más me ha llamado la atención es la mala baba que gastan algunos vecinos para con los ciclistas, como si éstos les molestaran. Desde miradas cargadas de rencor hasta insultos por vete-a-saber-qué-afrenta, los viandantes no se andan con chiquitas a la hora de despacharse contra el que pedalea. ¿A qué vendría tanta mala baba? No tengo respuesta, más allá de aquella que dibuja la caricatura del català emprenyat (últimamente sobran los motivos para estar así). Es posible que haya nacido un nuevo personaje, el barceloní emprenyat, para quien también sobran los motivos… a menos que haya decidido moverse en bicicleta.