Podemos afirmar, y hoy sin riesgo a equivocarnos, que el espíritu de Maragall ha muerto. Recuerdo con ilusión una Barcelona (1992) dispuesta a gustar al mundo entero, una Barcelona que se transformó bajo el fundamento de una sociedad entusiasmada, unida, más social y justa, y que bajo ningún concepto quería renunciar a lo que hasta ese momento había sido Barcelona como ciudad condal y capital de Catalunya.
Pues bien, el otro día paseaba por el barrio que me vio nacer: Gràcia Nova. Tengo que decirles que no reconozco nada de lo que vi: un barrio muerto, sin niños, sin colegios, en definitiva, sin vida. Obviamente, me pregunté cómo habíamos podido llegar a esto, qué variables y qué aritmética se han hilvanado para llegar a esta mediocridad urbana que nos conecta con una ciudad más alejada de ese realismo barcelonés tan activo, dinámico, respetuoso, copiado y admirado por el mundo entero. Y además, por si lo anterior no era suficiente, observamos cómo nos siguen sorprendiendo con iniciativas como el carril bici descendiente en la calle Sardenya, calle con manifiesta inclinación que lo único que ha provocado es menos espacio de circulación en la calle, lo que provocará mayores retenciones, mayor contaminación (acústica y atmosférica), y todo ello siendo claramente palpable que el vehículo que más se utiliza en ese barrio es la motocicleta, precisamente por sus constantes subidas y bajadas. Como digo, sorprendente.
Además de pasear, hice el pequeño ejercicio de preguntar a los comerciantes cómo iba la cosa, si estaba el barrio animado y esas cuestiones mundanas para ver cómo va todo. Las respuestas fueron unánimes: el barrio está fatal. Ya no se respira el ambiente vivo y urbanita de hace unos años y a la gente se le hace muy difícil continuar con el negocio. Así las cosas, comencé a pensar cómo etiquetar un adjetivo que fundiera todas esas sensaciones y finalmente lo conseguí: Barcelona está triste. Esa es la realidad: una Barcelona empobrecida, repleta de espacios públicos sin orden ni sentido como la "superilla" del barrio de Poblenou, una Barcelona que bate todos los récords en siniestralidad (Eixample es el distrito con más accidentes de toda España), en precariedad humana (con más de 3000 vagabundos que deambulan por cajeros y portales -¿sabían que un vagabundo tiene una esperanza de vida de 58 años?), los precios de las viviendas ya sean de compra o alquiler son del todo impresentables, se ha batido el récord del precio del alquiler más alto de la historia, más de 75.000 personas buscan trabajo, el aire que se respira es del todo insalubre, los narcopisos y un sinfín de escenarios que nos conducen a una realidad que en modo alguno debemos aceptar y que debemos combatir por todos los medios.
Y claro, debo rememorar una conversación que mantuve hace unos meses con un amigo filósofo que me dijo que si Barcelona seguía con esta deriva su marca perdería su significación. La verdad es que no le presté mucha atención pero toda esta decadencia se manifestó claramente al atender a sus pensamientos sobre cómo fueron los atentados de Barcelona y Cambrils, la inestabilidad política y social que se vive en la ciudad, la fractura social clara y palpable en la calle, una masificación turística que no se ha sabido redistribuir por la ciudad sino que se ha concentrado en determinados puntos de la misma y como eje central la ruta Gaudí, un claro desánimo a las políticas municipales que están generando un efecto devastador en la economía así como en las desigualdades sociales, etc. Todo ello me conduce a afirmar que si no se corrige el rumbo de los acontecimientos que conforman la esencia misma de los barceloneses, la ciudad vanguardista que era se perderá para pasar a ser una ciudad más en el globo, una copia de modelos distintos que no son reflejo de nuestra autenticidad y protagonismo de antaño. De ello ya tenemos los primeros síntomas: pérdida de la agencia del medicamento, la CNN advierte a los turistas que no vengan a Barcelona y ya se escuchan cantos de sirena en cuanto a que el Mobile Congress podría no renovar en 2019.
Volvamos a recuperar Barcelona, volvamos a recuperar el espíritu de Maragall y fijemos las bases de la que deberá ser la mejor ciudad del mundo. Y digo la mejor por un solo motivo: porque puede serlo. Para ello, no debemos renunciar a nada, solo con un nuevo proyecto de gestión social podremos decidir entre el todo y la nada, entre el entusiasmo y la frustración, entre el progreso o el estancamiento, entre el futuro y la malévola realidad actual.
Los barceloneses debemos ser exigentes. Las políticas municipales deben apartarse de la ideología individual para dar paso al pragmatismo funcional que solo nos puede llevar a la solución óptima de los problemas globales y del aprovechamiento máximo de los recursos públicos. Ya son demasiados los indicadores que nos alertan de una desigualdad social galopante que si no se corrige de inmediato va a ser muy difícil recuperar.
Será la sociedad barcelonesa la que decida su futuro, la que deberá tener en cuenta qué hacer para mejorar su día a día, en definitiva, decidir qué realidad quiere vivir y no tener que vivir una idea de la realidad que nos han vendido desde el municipalismo populista.