El 11 de septiembre de 2001 supuso un punto de inflexión en el curso de la historia de la llamada 'seguridad ciudadana'. La caída de las Torres Gemelas en Nueva York y los no menos truculentos incidentes en el Pentágono y Pensilvania generaron no sólo la bautizada como 'guerra contra el terrorismo', sino que dieron paso a un crecimiento inaudito de las medidas de control en diferentes ámbitos de la vida pública, con especial incidencia en el tránsito aeroportuario.
Desde entonces no sólo el espacio aéreo internacional se encuentra bajo severa vigilancia (al menos es lo que nos hacen creer), sino que cada individuo es escudriñado hasta en sus más mínimos gestos en cuanto pone un pie en una terminal de cualquier aeropuerto, en especial si éste se halla en suelo occidental y cristiano porque, ya se sabe, el Mal siempre viene de allá, sea lo que sea que esto signifique y con independencia de los cambios sociales y políticos.
Será por eso que, mientras puedo, evito los aviones, porque hacerlo equivale a librarme de pasar por los aeropuertos. No por miedo, sino por el fastidio, la pereza, el asco y la mala leche que me generan.
Según el DRAE, tal cosa como la 'seguridad ciudadana' consiste en establecer y mantener una 'situación de tranquilidad pública y de libre ejercicio de los derechos individuales, cuya protección efectiva se encomienda a las fuerzas de orden público'. Podríamos coincidir, en un alarde de buena voluntad, en que tales fuerzas contribuyen —a veces con más palo que zanahoria— a mantener la tranquilidad pública. Pero sostener que ello redundaría en la libertad de derechos individual es una broma de mal gusto.
Desde el 11-S la seguridad pública se ha convertido en un multimillonario negocio global. El negocio del miedo, que hasta entonces los estadounidenses explotaban hasta el paroxismo (como explicaba, bajo la máscara de una sátira, Michael Moore en su memorable Bowling for Columbine), comenzó a crecer en las bolsas internacionales, a traspasar fronteras y a conquistar territorios antes inexplorados. El asunto consiste en bombardear al pueblo con mensajes terroríficos sobre supuestas amenazas (y éstas han ido desde los alemanes en la II Guerra Mundial hasta los terroristas de Daesh en la actualidad, pasando por los malísimos rusos cuando la Guerra Fría, Bin Laden y sus acólitos, los sempiternos negros como violadores de la bondad wasp, etc.), para proponerse después como el garante de los derechos y las libertades de ese mismo pueblo amedrentado.
Todo se traduce en un recorte notable de esas libertades y derechos, en proporción inversa al crecimiento de los beneficios de las empresas involucradas en la vigilancia, el control y la represión de las supuestas amenazas, que van desde la maquinaria de guerra hasta el vigilante privado que nos dice qué podemos y qué no podemos hacer en el ámbito que se halle controlando.
Y ahora van tres muchachotes encapuchados, con una cámara GoPro, y se cuelan en el templo de la Sagrada Família, señalado como objetivo terrorista desde el año pasado.