Uno pasa cinco años fuera de Barcelona y cuando vuelve, la noche ya no es lo que era. O lo que es peor: cuando es lo mismo es demasiado lo mismo.
Tus amigos se han echado novia, cuando no tienen críos, y tus ganas de ir a discotecas también han menguado.
Pero un día dices, venga, a rememorar años pasados, y te sumerges en el Sidecar o en el Karma y, después de mucho tiempo sin salir a discotecas de ‘indie’, resulta que siguen poniendo los mismos temas y, ¡oh no!, los hitazos de Franz Ferdinand y The Strokes ya no te emocionan. En Apolo 2 han optado directamente por eliminar el rock y poner doble sesión de electrónica.
Salir de fiesta en casi cualquier ciudad de España no es un deporte arriesgado: siempre hay garitos hasta las seis de la mañana donde no tienes que pagar por entrar. En Madrid, conozco un par infalibles en Malasaña. Pero es que en recientes escapadas a ciudades tan pequeñas como León o Logroño siempre he encontrado un par o tres de opciones gratis y variadas en las que uno entra sin presión, dejándose llevar por el momento y alargándose hasta el amanecer.
Son locales sin filas a medio camino entre el pub y la discoteca, donde hablar y escuchar música no está reñido.
Pero en Barcelona, capital de la fiesta para media Europa, el panorama es muy diferente: los bares donde uno está más agusto cierran a las tres y a partir de esa hora los empresarios de las discoteca afilan su cuchillo y su bolsillo. O te preparas para un gran desembolso (con la presión de que si te equivocas cambiar de local equivale a media hipoteca) o vas para tu casa o, si te quedas bebiendo en la calle, te expones a unas multas que atormentarían a Max Estrella en Luces de Bohemia.
Pese al riesgo, las colas de lugares como Apolo, Plataforma o Les Enfants pueden llegar a ser mortales. Por los locales de la zona alta ni siquiera he probado.
Pero aún resulta más preocupante la torpeza de uno o la poca predisposición del resto, o ambas cosas unidas, a la hora de conocer gente nueva.
Una noche de Apolo en la que John Talabot brindó una sesión de lo más deprimente, me era imposible divertirme con la música, así que decidí -menudo loco- intentar relacionarme con la gente. Un comentario tonto arranca una sonrisa a una chica, oh sí, la magia ha vuelto. Pero se le ocurre preguntarle a una amiga: “¿Conoces a este chico?”. Y ante la respuesta negativa, se aleja de ti como si pudieras ser un loco. Que podría ser.
Decides entonces hablar con un chico al que le pides tabaco para fumar con él clandestinamente a puerta cerrada, hay que jugársela en esta vida. Resulta que se llama Germán, como tú, y parece simpático, vaya, parece que tienes a un nuevo amigo. A la tercera broma te suelta: “Quiero escuchar la música”. Así que decides que has tenido suficiente por hoy y te vas para casa. Y en el guardarropa, un desconocido te mira a los ojos y te dice: “No sé qué os pasa en Barcelona, estáis como de mal rollo”. ¿Será verdad que no es cosa tuya?
A tus 32 años, nunca has ido de fiesta al Jamboree-Tarantos porque siempre has pensado que es cosa de guiris. Pero un día te desmelenas y pruebas y resulta que contagiándote de esa energía de visitante que tiene ganas de conocer gente nueva te lo pasas mejor que en los lugares de siempre. ¿Ser un guiri en tu propia ciudad puede tener su gracia?
Aún hay espacio para seguir aprendiendo, al menos hasta que llegue de verdad la primavera, que entonces sí que la gente se anima, se desparrama y todo tiene ese sabor cítrico a felicidad emergente con que la noche, los conciertos, los festivales, cientos de planes fluyen de manera mucho más natural.
Hasta entonces, lo mejor es tomarse un par de copas en Joaquim Costa, en el Manchester o en el Mojito Rock, o pulular por el Raval entre el Cassette y el bar La Rouge, o incluso descubrir que las tardes son las nuevas noches cuando has llegado a según qué edad. O pegarse unos bailoteos con hora temprana de cierre y música en directo en el Gracia Latina o el Diobar.
No has hecho grandes descubrimientos en tu regreso a la nueva vida nocturna de Barcelona pero a lo mejor eso es madurar, aprender a dejar de querer descubrir todo el tiempo. Y a las tres a dormir. Uno sabe que empieza a hacerse mayor cuando una retirada a tiempo es mejor que una derrota.
Aunque hay una puerta en Gràcia, cuyo nombre no voy a desvelar, que sí permite una noche inesperada, turbia e imprevisible hasta altas horas con música industrial y gente muy trasnochada. Tal vez quede algo de vida entre tanto tedio.