La ciencia moderna nos enseña que el transcurso del tiempo es relativo. La ecuación E=mc2 estableció la equivalencia masa-energía y surgió originalmente de la relatividad especial como una paradoja descrita por Henri Poincaré. Albert Einstein lo presentó en su artículo “¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido de energía?" en la revista científica Annalen der Physik en 1905. Esto hoy lo sabe hasta el último mono de las redes sociales.
Pero vayamos por pasos, porque estamos hablando de la experiencia del paso del tiempo y de cómo ocupamos el espacio. En el lenguaje normal se dice que tal actividad o tal otra me han ocupado cinco minutos o media hora. Cuando en realidad, el tiempo “no ocupa” sino que “transcurre;” mientras, es el espacio o el lugar el que ocupa. El espacio, propiamente, tampoco “transcurre.” Son consecuencias de las leyes modernas de la física. Y lo que transcurre o está ahí es la materia.
Lo que nadie sabe es que hay un transcurso del tiempo que no tiene nada que ver con la materia, la masa y la energía: es el tiempo litúrgico. La Semana Santa no es como la Primavera del Corte Inglés o la de Botticcelli: no es un período comercial o vacacional. Tampoco la Semana Santa es un tiempo histórico como la Semana Trágica de Barcelona, ni como la Semana Blanca del Liceo Francés, que hacen lo posible para explicar a los niños que Dios ya no existe. La Semana Santa es un tiempo litúrgico, esto es, el tiempo de Dios.
Muchas veces experimentamos que el tiempo vuela, se hace eterno o desaparece. Ocurre durante alguna vivencia fuerte: una gran película, una obra de teatro, un examen difícil o la boda de un familiar. Se ha me hecho corto, eterno o se me ha pasado volando. La liturgia cristiana tiene estas características porque es una manera de vivir el tiempo que no está sujeta a los parámetros normales.
La Semana Santa conmemora el hecho histórico de la “subida” de Jesús desde Galilea hasta Jerusalén para ser recibido en la ciudad (Domingo de Ramos), celebrar la gran Pascua de los judíos (Jueves Santo), ser prendido y colgado de la cruz (Viernes Santo) y resucitar al tercer día (Domingo de Gloria). He dicho “hecho histórico,” es decir, materia, espacio y tiempo en la historia. Pero la Semana Santa es litúrgica: ofrece una manera de vivir el pasado que se hace presente en nuestras vidas como si fuera una nueva performance.
Hay un algo de teatral, de operístico y de cinematográfico en esta manera de vivir el espacio y el tiempo, que es vivir algún misterio incorporado a nuestra vida. Para tener la experiencia del misterio no es imprescindible ser cristianos. Porque enfrentarse al misterio es algo que ocurre en nuestras vidas de manera cotidiana. En cierto modo, se tenga o no se tenga fe, nuestras vidas tienen ese elemento litúrgico-teatral-performativo, que las pueden hacer infernales o simplemente maravillosas.
La Semana Santa, y no sólo en Andalucía, tiene que ver con nuestra experiencia del límite: ser limitados y enfrentarnos constantemente con lo ilimitado. Traspasar las fronteras de la materia y del lenguaje para ocupar territorios anímicos que parece que están más allá de nosotros pero que en realidad están en los más íntimo de nuestros corazones. Todo esto es Semana Santa y lo digo porque la Semana Santa no se la ha inventado el Corte Inglés. Hace falta mucho más talento e imaginación que todo esto. La Semana Santa es un invento de Dios: ¿No creen?