Cuando acabé de estudiar, dejé de frecuentar las bibliotecas municipales.

Escribió Félix Grande en un poema que cuando me pongo nostálgico resuena como antídoto en mi cabeza con voz de Sabina (tomó prestado el verso para la canción ‘Peces de ciudad’): Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos…”.

Hace unos días regresé, no por voluntad, sino porque tenía un rato muerto, a la Biblioteca Municipal de Santa Coloma de Gramenet. Cuando pedí papel higiénico a la recepcionista (no lo dejan en el lavabo "por culpa de los gamberros", especifica un cartel) viajé en un flashback a mi adolescencia, que se confirmó al ver que la máquina de preservativos seguía en el baño y  también las pintadas con todo tipo de guarradas en el retrete.

Nunca había caído en la cantidad de placeres que se concentraron durante mi infancia y adolescencia en las Bibliotecas de Can Sisteré y Can Peixauet, que son las que frecuentaba de pequeño y en el instituto.

En ellas descubrí algunos de mis primeros cedés de culto (y me los grabé en cassette) como el ‘What’s the story, morning glory’ de Oasis, el ‘Californication’ de Red Hot Chili Peppers. Y aún hoy me pregunto bajo qué criterio los escogí si no tenía ni idea de lo que eran ni nadie me lo había dicho.

También mis primeros Astérix y cómics de Eric Castel, aquel canoso jugador del Barça inventado, e incluso obras de Lorca y Cernuda, y también el ‘Lobo estepario’ de Hermann Hesse, salieron de allí. Fui lector voraz en mi adolescencia antes de Internet y me pregunto con mi bajo presupuesto familiar cuánto menos habría leído de no ser por la biblio, que así le llamábamos.

Pero en un combo de hedonismo y cultura que pocos templos más me dan, a las puertas de esas bibliotecas me fumé mis primeros porros y me di algunos de mis primeros morreos con mi primer amor. Antes, me había rechazado otra chica que se llamaba Libertad después de que le pasara en la misma biblioteca un papel con un poema de amor de lo más cursi. No la culpo. Otros más avanzados -me contaron- llegaron incluso a follar en el lavabo.

Todo eso pasó sobre todo en la primavera de 2002, cuando nos encerramos durante días de sol a sol a estudiar para la ‘sele’, que se la ponen a uno en época de rebelión de fuego y hormonas y no sé cómo conseguimos aprobar. Nada de eso se revivió, como ya me avisaba el poema, pero sí salí de allí con una sonrisa.

Pero estoy escribiendo esto para un medio de Barcelona y no puedo recrearme mucho al otro lado del Besòs, así que salgo a darme una vuelta para descubrir algunas de las bibliotecas de la capital, algo que no había hecho antes.

Y es otro nivel: cuando uno llega a la Biblioteca Francesca Bonnemaison, en el Gótico, con su edificio central del siglo XVI,  el flashback me lleva en lugar de a mi adolescencia a la edad media, entre esos arcos, vidrieras, columnas y escalinatas que me mandan directo a las estanterías donde están los libros de Umberto Eco.

Las cosas han cambiado: por muchos cedés interesantes que vea, mi ordenador no tiene ya reproductor de discos y Spotify cubre mis necesidades musicales; no hay ni rastro de adolescencia a mi alrededor y de hecho me sorprende que en medio de un barrio tan vivo tan sólo cuatro abuelos ronden leyendo periódicos y novelas por este edificio tan bonito.

El ‘flashback’ acaba cuando voy al mostrador y me dicen que el préstamo aquí es automático y se hace en una maquinita: una luz infrarroja lee el código de barras de tu carnet, pero a los libros ni eso les hace falta, un escáner los detecta los pongas como los pongas y los nombres van apareciendo en la pantalla. Me imagino ese mecanismo funcionando en un aeropuerto y la cantidad de veces que te meterían al cuartillo según el libro que llevaras.

Yo no tendría problemas, porque salgo de allí con dos de cuentos de Sergi Pàmies, uno de Virginia Woolf y otro de Poe para practicar un poco mi inglés, y me dirijo a otra biblioteca municipal que me deja pasmado, la de Sant Pau i la Santa Creu, en el Raval.

Adaptados a la realidad del barrio, tienen allí estanterías para libros en bengalí, urdú, árabe e hindú. Unos cubículos de vidrio semiopaco y multicolor (naranja, amarillo y azul tipo post-it)  son las paredes de las oficinas de dirección de la biblioteca, pero no desentonan con las claves y ojivas de las bóvedas góticas (lo he buscado en google, que ya lo olvidé también de la selectividad) que hacen de esta biblioteca un sitio precioso.

Me siento a escribir este artículo en la propia biblioteca, que se me ha estropeado la wi-fi de casa, pero se me está acabando el tiempo porque cada vez me están mirando peor a mi alrededor por aporrear con tanta fuerza el ordenador y porque en verdad no puedo parar de hacer ruido removiendo mi mochila y esas cosas. Esas miradas educadas pero amenazantes nunca cambiarán en las bibliotecas, mientras existan.

Suerte que un drogadicto y probablemente homeless que tengo al lado desvía la atención al armar un buen escándalo poniéndose desodorante, comiéndose una naranja, sacudiendo una gorra y diciéndome en voz muy alta que le guarde el móvil mientras va al lavabo. Cuando regresa me da las gracias y os juro que tengo que minimizar este documento un rato para que no lea el párrafo final. Al fin se ha ido. Eso, que vayáis a las bibliotecas, que están llenas de vida.