A raíz de un congreso en la UCLA he pasado unos días en la ciudad de Los Angeles, cuya utopía futurista del capitalismo dibujó Ridley Scott en 1982 imaginándose el futuro año 2019. En 2017 el guionista y director de cine canadiense Denis Villeneuve ha propuesto un Blade Runner 2049 ubicada treinta años después de la película original. La ciudad de Los Angeles no se cansa de generar nuevos imaginarios para la literatura, el cine y las artes.
Ocurre a veces con las ciudades que, de repente, emiten una chispa especial, como esos electrones de luz que saltan hacia fuera de un átomo y lo iluminan todo. Barcelona, siendo una pequeña capital de un pequeño país, ha tenido esos momentos. Nadie olvida que las Señoritas de Avignon trabajaban en el número 44 de la barcelonesa calle del mismo nombre, y que Picasso vivía muy cerca de allí cuando tomó los apuntes preparatorios; ni que el Pavellón de Mies van der Rohe fue construido para la Exposición Universal de Barcelona de 1929.
Nadie olvida nuestros best-sellers literarios ambientados en la ciudad. Mercè Rodoreda escribió en 1962 La plaça del Diamant, traducida a más de 40 idiomas. Es imborrable también la exitosa Ciudad de los prodigios, que Eduarzo Mendoza publicó en 1986, o La Catedral del Mar, de Ildefonso de los Falcones, que desde 2006 ha sido traducida a 15 idiomas y ha vendido millones de copias por todo el mundo.
Los JJOO de 1992 dieron a la ciudad un rastro imborrable de elegancia, saber hacer y un primer impulso a la globalización de la ciudad. En estos momentos, Lionel Messi y el F. C. Barcelona proyectan la marca de la ciudad y hacen llegar esa luz hasta el último televisor de los cinco continentes. La Sagrada Familia de Gaudí, con todas sus contradicciones de lenguaje y contexto, es la única catedral del mundo en construcción y recibe cada año 4,5 millones de visitantes.
En mis días de congreso en Los Angeles hice una visita fugaz a Michael Schwartz, un afamado galerista de arte en Beverly Hills. Me mostró sus catálogos de obra gráfica de Picasso, Dalí, Miró y Chagall. Me habló de sus clientes: estrellas del cine, comisarios de museos, escritores. Conversamos largamente, como si el tiempo no existiera, como si el mundo estuviera a nuestra disposición, como si fuéramos millonarios, como si el champagne francés fuera gratis. Me propuso cosas. También nos reímos de nosotros mismos.
Allí, como de repente, me sentí especialmente vivo intelectualmente, culturalmente, estéticamente. Él veía en mí a Europa y yo veía en él a América: un idilio. Pensé también que no debía dejarme arrastrar por los cantos de sirena de la fantasiosa cercanía con el mundo de Hollywood: figuras de ficción que se mueven entre bambalinas de teatro y escamas de purpurina. Pero todo esto me hizo pensar y preguntarme por la Barcelona de hoy que atraviesa dificultades de identidad, de iniciativa y de imaginario.
Tres cosas, desde allí, me parecieron claras: 1. Ese hombrecillo de Carles Puigdemont es un paleto; 2. Esa mujer de Ada Colau es una anécdota; 3. Nosotros, catalanes barceloneses, les seguimos el juego. Todos lo sabemos pero tenemos miedo a movernos: Barcelona tiene potencial, pero ese potencial somos nosotros. Es imprencindible recuperar la iniciativa personal para poder abordar un nuevo proyecto colectivo.
¿A qué estamos esperando...?