Dicen que Sant Jordi fue un militar romano con ascendientes griegos que se convirtió al cristianismo y que murió por no renunciar a su fe. Hay dudas sobre la fiabilidad de esta historia pero la iglesia cristiana la ha dado por buena y ahí anda instalado en el santoral del 23 de abril. Este Georgios (catalanizado como Jordi), e hijo de Geroncio y Policronia, habría muerto como mártir en el año 303 del calendario cristiano. Es patrón o protector de ciudades y comunidades como Catalunya, Inglaterra, Aragón, Portugal, Djibouti, Venecia, Hannover, Estambul, Beirut o Cáceres.
La leyenda sobre sant Jordi también tiene varias versiones. El italiano Iacopo da Varazze es el primero que nos habla de un caballero que salva a un princesa de ser devorada por un dragón. Lo escribió en el siglo XIII y a la muchacha le puso el nombre de Cleodolinda.
Nuestro Joan Amades trasladó la escena a Montblanc pero se le olvidó de poner nombre a la princesa. Un detalle que merecería algún comentario crítico de quienes creen en la igualdad de género. Al parecer, un monstruo feroz, que caminaba, volaba y nadaba por la zona provocaba la muerte de personas y animales porque su aliento envenenaba el aire. La ciudadanía de Montblanc decidió calmar al monstruo entregándole cada día una persona para que se la comiese. Opción equivocada porque si el problema era la contaminación que creaba respirando de poco iba a servir facilitarle la alimentación. Pero las leyendas tienen esas cosas. El caso es que se ve que en Montblanc eran demócratas y sorteaban cada día quien debía ser entregado a las fauces del dragón. El sorteo le tocó un buen día a la hija del Rey (se ve que Montblanc era una monarquía en aquella época) y para allí que se fue. En estas, un caballero subido a un corcel blanco se interpuso entre ella y el monstruo y lo hirió de muerte. Santo y princesa arrastraron al bicho agonizante hasta la plaza mayor de la villa y allí, la población, sin contemplaciones, acabó con él.
Amades no dice nada de rosas y libros. Esto vino después, con el apunte ‘gore’ que de la sangre derramada del dragón surgió un rosal esplendoroso, del que el caballero arrancó una rosa que regaló a la princesa sin nombre.
Peor aún, según su costumario, el rey fracasó en su empeño en emparejar a su hija con el doncel. Este pasó de todo, consideró que con el regalo de la rosa ya había cumplido con la misión que, al parecer, le había impuesto una inspiración divina. El hombre soltó un breve discurso recomendando al Rey y a sus vasallos que honrasen y venerasen a Dios y se fue a saber dónde.
Total, una leyenda para honor y gloria de los cristianos, descaradamente machista, con detalles ‘gore’ pero, eso sí, con un toque ecológico que se agradece.
A todo ello, Amades explica que la princesa era muy apreciada entre los ciudadanos y ciudadanas de Montblanc, al extremo que algunos se ofrecieron para intercambiarse con ella y ser devorados por la bestia. Suerte que el Rey, que se ve que era lo más, no les hizo caso. En caso contrario, igual nunca habríamos llegado a celebrar una fiesta tan preciosa.