El Barça ganará la Liga y la Copa del Rey, pero tiene un problema mayúsculo que minimiza cualquier éxito. Y no es la posibilidad de que el Real Madrid gane la Champions, que también. El gran lastre es su junta directiva. Josep María Bartomeu y sus hombres de confianza, tanto directivos como ejecutivos, son muy malos. Y, en algunos casos, nocivos para la entidad.
La falta de sintonía entre el vestuario y los despachos se agranda, año tras año. Cada verano pasan cosas extrañas, o sorprendentes, en el Barça, ya sea la inesperada marcha de Dani Alves o la ruptura de Neymar. El defensa se vengó del club un año después de renovar su contrato, molesto con las intoxicaciones de la cúpula. Más sonada todavía fue la salida del delantero, asumida por un Bartomeu que se hizo el loco y aceptó los 222 millones de euros que costaba la libertad de Neymar. El problema, obviamente, llegó cuando las cuentas del club estaban repletas y sus ejecutivos acudieron al mercado. En los despachos nadie se anticipó a una jugada que todos conocían en el Camp Nou.
El traspaso de Neymar coincidió con la llegada de Valverde, que se encontró un vestuario muy agitado. Piqué y compañía escenificaron el malestar de la plantilla con la política de fichajes y el desenlace de la Supercopa auguraba un año horrible en el Camp Nou, con una moción de censura activada por Agustí Benedito que amenazaba la supervivencia de Bartomeu y los suyos.
En agosto, los más optimistas se conformaban con competir con el Madrid hasta el final de la Liga. Cada genialidad de Asensio sacaba los colores al presidente del Barça, uno de los responsables de que el futbolista balear fichara por el Madrid al no aceptar las condiciones de pago del Mallorca.
La estabilidad del Barça, una vez más, dependía del equipo. De los resultados a corto plazo. En una situación crítica, Valverde rescató su manual más pragmático. Renunció al tercer delantero con la lesión de Dembélé y armó un equipo que combinó dosis de buen fútbol con una mayor solidez defensiva. La presión alta fue el mejor recurso de un Barça que muy pronto silenció los gritos de guerra en el Camp Nou.
La fórmula de Valverde fue el mejor ansiolítico para Bartomeu y Pep Segura, el nuevo mánager deportivo. Se activó el Barça con la misma voracidad que se destensó el Real Madrid en la Liga, víctima de la autocomplacencia tras ganar la Liga y la Champions unos meses antes. En apenas dos meses, mutó el estado de ánimo del barcelonismo, que alcanzó su punto álgido el pasado 23 de diciembre, con el 0-3 en el Bernabéu.
El Barça, con una plantilla inferior a la del Real Madrid, agrandó su renta en la Liga y, el pasado sábado, ganó la Copa del Rey con una exhibición de orgullo contra el Sevilla. Los jugadores no solo querían ganar, sino despedir con los máximos honores a Iniesta y, de paso, enviar un recado a una junta directiva que le entró el tembleque tras el fiasco europeo. En Roma, Valverde se equivocó y asumió su culpabilidad. Sabía que ardería Troya, pero no podía imaginarse que los pirómanos estuvieran en los despachos del Camp Nou.
En la adversidad, dicen, afloran los auténticos sentimientos. Y los comportamientos que definen a las personas. Valverde optó por la contrición. En las altas esferas se refugiaron en la descalificación y la traición. La suya fue una reacción miserable, propia de unos dirigentes incompetentes que no merecen gestionar un club tan poderoso.
Hoy, el Barça resiste gracias a Messi y compañía. En los despachos, mientras, presumen de una estructura con cargos doblados y sueldos millonarios. Sus ejecutivos se han cargado un modelo de éxito, incapaces de evitar la fuga de talento a otros equipos europeos. La cantera ya no es una seña de identidad, sino un negocio, y en el Mini no olvidan que Bartomeu apostó por Gerard López como entrenador del filial porque era mucho más mediático que García Pimienta. Hoy, sus asesores reniegan de Gerard y la toma de decisiones es errática en la cantera del Barça, sustentado por la ambición de unos futbolistas que temen por el futuro de la entidad.