La cuenta atrás de las elecciones municipales de 2019 ya ha comenzado con algunos movimientos tácticos que auguran mucha crispación y poco debate sobre los problemas reales de los barceloneses. Falta por definir las opciones que tendrán los ciudadanos, con los dos grandes bloques (independentistas y unionistas) estudiando posibles alianzas para trasladar el cansino debate identitario a Barcelona, empobrecida en los últimos años por un gobierno rupturista que solivianta a los principales sectores de la ciudad.
Hasta siete fuerzas (BComú, PDeCAT, Ciudadanos, ERC, PSC, PP y CUP) tienen representantes en el consistorio barcelonés, muy fraccionado desde 2015. El procés y la radicalidad de las propuestas de los comunes han castigado a una ciudad vanguardista que era admirada en todo el mundo por su oferta económica, cultural, lúdica y deportiva. En los últimos años, el gobierno local ha demonizado al sector turístico y ha puesto en pie de guerra a restauradores, hoteleros, comercios, entidades sociales y vecinos. El interés común ha quedado diluido por las batallas ideológicas de un gobierno incapaz de frenar los desahucios y la proliferación de narcopisos en el Raval. La construcción de pisos sociales también registra unos números indignos de un gobierno presuntamente progresista, pero con muchos tics dictatoriales.
Los barceloneses también quieren soluciones al problema de la movilidad, indignados con el culebrón de les Glòries y la proliferación de carriles bici absurdos que congestionan la circulación. Activos en la implantación de medidas disuasorias, los comunes hacen la vista gorda con las tensiones de TMB mientras empeora el transporte público. Indigna también ha sido la gestión municipal en la crisis de Cementiris de Barcelona. Nunca un gobierno municipal había sido tan insensible con el sufrimiento de las víctimas.
Barcelona necesita un modelo de ciudad viable, un gobierno que no desprecie los grandes eventos (El Mobile, la Fórmula 1...) y genere riqueza para mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Lejos queda ya el espíritu del 92, ese del que tanto renegaron los comunes que ahora se empeñan en reivindicar la figura de Pasqual Maragall, porque Barcelona es la gran víctima del encaje de Catalunya en España.
Si preocupante es el presente, incierto es el futuro. Mientras algunos sectores del independentismo abogan por una candidatura única que no parece seducir demasiado a ERC, Manuel Valls pide una candidatura unionista y de ciudad para Barcelona tras alcanzar una importante cuota de protagonismo en las manifestaciones españolistas posteriores al 1 de octubre. El exprimer ministro francés apuesta por una alianza entre amplios sectores constitucionalistas, señal inequívoca de que prioriza la cuestión identitaria a la tradicinal división entre derechas e izquierdas. Falta por ver la respuesta del PP y, sobre todo, del PSC, que también será tentado por BComú.
Colau, muy debilitada tras su ruptura con el PSC, quiere seducir de nuevo a su antiguo socio de gobierno. La alcaldesa sabe que no podrá gobernar en minoría y se posiciona a favor de un pacto de izquierdas que no es contemplado con mucho entusiasmo por socialistas y republicanos, convencidos de mejorar sus últimos resultados.
Varias son las formaciones políticas que visualizan su victoria en unos comicios decisivos para el futuro de Barcelona, una ciudad poliédrica y cosmopolita que debe ilusionarse con un proyecto común que no excluya a nadie.