No se puede tolerar ni un día más la imposición del modelo turístico que Barcelona viene ejerciendo sobre nosotros, sus habitantes, desde hace algunas décadas. Es cierto que el actual gobierno ciudadano intenta virar el rumbo para rectificar la peligrosa deriva adoptada por las diferentes políticas municipales desde, pongamos, la década de 1990, pero resulta insuficiente esa maniobra, cuando hace tanto tiempo que el Titanic barcelonés avanza a ritmo vertiginoso, irresponsablemente, hacia el iceberg que acabe por hundirnos a todos sin remedio.
Gentrificación, turistificación, homogeneización del paisaje urbano, explotación salvaje del espacio público con fines comerciales, expulsión del vecindario para instalar negocios de diversa índole destinados exclusivamente al que está de paso, celebración festiva de la llegada de megacruceros al Port de Barcelona o del incremento estrepitoso de vuelos internacionales con destino al aeropuerto del Prat, son algunos de los efectos, de las consecuencias y de lo observable ya como resultado del modelo turístico imperante.
Ya me parece estar escuchando a los defensores del asunto: «¡Pero qué dices, ignorante, si el turismo es la principal fuente de riqueza para la ciudad!». Sí, ya sé entra un montón de dinero, un pastizal, pero ¿a dónde va a parar? ¿Quién se la está llevando? ¿El camarero contratado a 700 euros brutos por jornadas de 12 horas? ¿La queli del gran hotel que se chuta anfetas para poder hacer 40 habitaciones en su turno sin desfallecer? No, los que se llevan el dinero son los grandes capitales, que son justamente los que anhelan que el modelo no cambie, para que la rueda, gira que gira más y más rápido, produzca más y más riqueza para sus poderosas economías. Mientras tanto, los salarios siguen siendo lo más parecido a una propina, el trabajo se parece bastante a la esclavitud y la vida ciudadana como tejido social tiende al mínimo, con el riesgo de su desaparición.
Como ya se encargó de señalar Freud hace más de un siglo, se comienza por renunciar al nombre de las cosas y se acaba por alejarnos de las cosas mismas, es decir, por extrañarnos de la realidad. Así que cuidado con comernos dócilmente palabras o expresiones, a menudo importadas del inglés, como «home sharing», «anfitrión» o, cómo no, «turismofobia»; todas ellas, y otras que podrían ampliar este marco hasta elaborar una larga lista, encubren intenciones, enmascaran situaciones, dan gato por liebre. No es que compartimos casa, sino que realquilamos a turistas que no llegan a pagarse un hospedaje mejor. No podemos ser anfitriones de aquellos a quienes les cobramos por dormir, ducharse y desayunar, porque el anfitrión es aquel que recibe invitados, no clientes. ¿Y qué decir de la turismofobia, ese palabro multiusos? Una fobia es una angustia interior que se proyecta en un objeto exterior, para así poder escapar de él; así las cosas, ¿cómo podría ser el turismo ese objeto del que podríamos huir, cuando se ha vuelto ubicuo?
Los eufemismos, a los que tan afectos son los políticos, proliferan en el discurso, son utilizados con ahínco por los medios y, cómo no, por la publicidad, siempre dispuesta a vender bondades ahí donde sólo hay luciferes para ofrecer. Cuidado, por tanto, con cómo hablas del turismo (o de cualquier otro asunto que afecte tu vida cotidiana) porque eso que digas sobre él será lo que pienses, y lo que piensas determina tu realidad psíquica. Si crees que el turismo trae dinero del que tú también te beneficias estás siendo cómplice del modelo impuesto. Y recuerda que un modelo económico habría de contribuir a mejorar la vida de la gente que habita el lugar donde ese modelo se instala. ¿Te parece que el turismo que nos invade, fomentado por el modelo elegido y propulsado por políticos más o menos corruptos y empresarios más o menos indescrupulosos, hace tu vida mejor?