¿Qué es el silencio? ¿Dónde está? ¿Por qué es más importante que nunca? Quien lanza estas tres preguntas es Erlin Kagge, desde su libro El silencio en la era del ruido. Kagge sabe un rato del asunto del silencio, pese a no ser monje zen, sino editor, escritor, abogado y explorador. Lejos de mi intención en esta columna el buscar respuestas a dichos interrogantes: que cada lector las busque donde crea conveniente. Sólo me atreveré a esta advertencia: con frecuencia, la respuesta es la peor desgracia para una pregunta fecunda.
Los secretos del mundo se esconden en el silencio, afirma Kagge. Es cierto. Y cabe tomar el mundo como eso que somos, usted, yo, cualquier bípedo implume. Acaso por eso el silencio resulte cada día más molesto para tantos millones de personas. El horror vacui vive hoy agazapado entre una y otra consulta al dispositivo electrónico, tenga este la forma que tenga. Y no hay secretos donde una ventana de navegación permite guglear en busca de cualquier respuesta. Con esta acción quedan desalojados no sólo los secretos y el pensamiento silente, sino también la curiosidad que continuaría en otras búsquedas menos automáticas, más morosas.
En estos y otros asuntos similares pensaba esta mañana de domingo mientras desayunaba en una terraza de un bar en la plaza Sant Pere, cuando el considerable silencio reinante a esa temprana hora de pronto quedó hecho añicos al paso de un pequeño vehículo de limpieza. El aparato no debía superar los dos metros de largo y no era más ancho que uno de esos triciclos a tracción humana que pasean turistas bobos y vagos por rincones de la ciudad. Sin embargo, producía un estruendo comparable al de cualquier camión de los que recogen residuos.
Al cabo de un rato pasó por allí otro vehículo municipal, de lo que me di cuenta cuando ya se había alejado unos cinco metros. En este caso, era un cochecito eléctrico. Aconteció entonces la pregunta, inmediata: ¿por qué el ayuntamiento autoriza la compra de trastos espantosamente ruidosos para el mantenimiento de la ciudad, cuando existen otros que pueden realizar esa tarea sin molestar a todo el vecindario? Sólo se me ocurren dos posibilidades: una es que las autoridades estén movidas por un alma sádica y disfruten de torturar a los ciudadanos; otra es que alguien se lucre con la compra-venta de los aparatos más perturbadores de la salud acústica. Una tercera sería de índole económica: es más caro lo eléctrico que lo gasolinero; pero hablamos de los presupuestos de la ciudad de Barcelona, no de la economía de un pueblo de mala muerte.
No pretendo cerrar el asunto contentándome con ninguna de esas posibilidades, así que seguiré preguntando y preguntándome.
Y para ser fiel al espíritu que moviliza este artículo, más que poner un punto final he decidido quedarme sin palabras.