Antes, cuando viajar era caro y exclusivo, algunos iban a París. Luego volvían llenándose la boca de Montmartre, Notre Dame, André Breton, y las manos de llaveritos de la Torre Eiffel que pronto regalaban a los amigos recordando que ¡hey!, “yo estuve ahí”. Entonces cada comida familiar era una fiesta para los que viajaban. Sacaban el álbum e iban mostrando –entusiasmadísimos– cada uno de los monumentos en los que aparecían ellos posando. Los amigos reían, pensando por dentro “qué cabrones”, y tras una hora de fotitos se retiraban fingiendo que estaban borrachos y querían pasar a otra cosa.
Ahora que la democracia brilla por su ausencia en todos los campos menos en el turístico, la gente viaja más, y más lejos. Los viajes no se reviven después, se reviven al momento. Si uno ha visitado el Taj Mahal, esa misma noche ya lo está reviviendo a través de sus redes sociales y sus likes. Y ese amigo que en verano solo iba del sofá a la piscina del pueblo y de la piscina del pueblo al sofá, ahora está en Tailandia.
Dicen que Tailandia es increíble. Esas playas, esos templos, la gente local, todo tan barato. Las cifras no dejan lugar a dudas. Solo en 2016, Tailandia recibió 32,6 millones de turistas, casi un 12 % más de españoles: visitaron el país 168.843 “compatriotas”. Ese país –hasta hace unos años desconocido– vive (en gran parte) del turismo, que representa un 11 % del producto interior bruto (PIB). Para que podamos comparar –eso nos gusta siempre y mucho– en Barcelona representa un 15 %.
Tailandia produce ese efecto contagio, tan propio de nuestro tiempo. Uno ve a ese influencer subiendo fotos y vídeos de ensueño, y le entran ganas de ir. Consecuencia: se pone a ahorrar. Tailandia debe de ser mágico, porque hasta ese conocido que durante el año parece un amargado, aparenta ser feliz en ese país.
De hecho, Barcelona está vacía porque todos están en Tailandia. O en Estados Unidos, otro qué tal. Las redes sociales no engañan. Clic, foto. Seguramente no estés leyendo este artículo porque estás en alguna playa paradisíaca –o monumento– y no tienes tiempo para lecturas mundanas. Por aquí todo bien: chupando asfalto, sobreviviendo a la ola de calor, esquivando turistas.
Algunos barceloneses se van, pero muchos guiris vienen. Nosotros podemos hacernos selfies en otros países, pero ellos... ¡mejor que no vengan! ¿O qué? Los turistas aquí nos molestan, nos incordian, nos invaden ese espacio que hemos tomado como “nuestro”. Criticamos sus acciones sin ser conscientes que cuando nosotros salimos de casa nos comportamos de forma parecida: Alquilamos apartamentos monos en Airbnb, bebemos sin control (algunos más que otros), andamos perdidos, nos volvemos menos cívicos y visitamos todos los puntos de interés que sugiere la guía de turno o, simplemente, Google. Vivimos en la era de la hipocresía, que decía –con lucidez– Eduardo Galeano. Basta de criticar tanto: mirémonos más.
Después de todo, que levante la mano el que no haya ido a Tailandia. Yo tampoco.