Allá vamos. Septiembre arranca con fuerza para los barceloneses. Mientras los que ponen lazos amarillos siguen a la greña contra los que se empeñan en retirarlos —y viceversa—, la ciudad continúa bullendo en su imparable calentamiento inmobiliario.
Leo en este mismo medio que hoy, día 3, una empresa cuyo nombre traducido del japonés significa 'colmena' planea inaugurar unas viviendas cuyo alquiler mensual irá de los 200 hasta los 275 euros. La particularidad reside en que no se trata de pisos, casas o ningún otro hábitat que contemple el mandato constitucional como derecho a una vivienda digna, sino de algo bastante parecido a unos nichos mortuorios.
Hasta hace poco, cuando veíamos que los habitantes de Hong Kong, Tokio u otras ciudades asiáticas se arracimaban y hacinaban en los llamados hoteles colmena porque no podían pagarse un alojamiento más humano, autocondenándose y condenados por la dictadura del mercado a vivir como abejas obreras, se nos escapaba una sonrisita entre sádica e irónica. Ahora —mira por dónde, lector—, la mueca se empieza a torcer hacia lo que parece un gesto de dolor centrado en la zona del ano.
Dicen los generosos creadores del emprendimiento que no se han montado este tinglado para ganar dinero, qué va: lo hacen "para ayudar". Claro que sí, campeón. De la misma forma que un tipo como el creador de Ryanair ha ayudado a que volar en avión se haya convertido en una aventura con destino incierto, donde los pasajeros son tratados como el peor ganado y enlatados como sardinas en aeronaves tripuladas por pilotos y personal de a bordo mal pagados y explotados en horarios temerarios; o como el inventor de Amazon, otro filántropo, está contribuyendo a pasos de gigante a que entre todos acabemos con el comercio de proximidad y con la producción de papel y cartón de embalar, es decir, con los pocos bosques que conocerían las generaciones venideras; o como al que le salió de las meninges eso de Airbnb, que tanto bien está haciendo en todo el planeta para que los habitantes de las ciudades intercambien miradas de odio y se manifiesten contra el turismo invasor. Por sólo poner algunos ejemplos de iniciativas que ayudan al bienestar y la sana convivencia.
El Ajuntament de Barcelona dice que la susodicha empresa no ha solicitado permiso alguno para poder abrir sus infraviviendas, y descarta que si lo hiciera no tendría posibilidad alguna de obtenerlo, ya que los nichos no cumplen con las condiciones mínimas exigidas para lo que se considera un lugar habitable. Pero lo cierto es que el asunto parece seguir adelante, porque los apicultores han escogido nuestra ciudad para poder establecer sus colmenas, cuyas celdas (en ciudades asiáticas) suelen ofrecer las siguientes generosas dimensiones: dos metros y medio de largo, 90 centímetros de ancho y 140 de alto. Un lujazo, oye.
A mí me parece que la situación es inmejorable. Ya que la dirección que vienen tomando los acontecimientos (dicho de otra manera: las políticas que nos arrojan por la cabeza) señala el camino de que los barceloneses de nacimiento o de adopción nos vayamos a tomar viento a otros lugares y dejemos la ciudad al cuidado de las hordas de guiris que engordan las cuentas de resultados de las grandes corporaciones, la ocasión permite una jugada con doble beneficio: nos alquilamos una mierdavivienda de estas y, teniendo en cuenta que morirse en Barcelona también sale por un pico, ya nos podremos morir de asco y de tristeza dentro del nicho, y que nos quiten lo enlatado.