En ocasiones, la realidad supera a la ficción. Una chica lánguida, vestida así moderna –con una bolsa de tela colgando de su hombro y un gorrito de lana en su cabeza– entra en el Metro de Barcelona y se sienta. Disimuladamente, se desabrocha el pantalón y empieza a hacer algo. Su cara es un poema. Le duele. Le está doliendo de verdad. Hurga y hurga, presiona con los dedos como si no hubiera un mañana, pero no sale. El grano de su ingle (o el pelo enquistado) persiste. Frunce el ceño, emite sonidos guturales. No hay manera. Sin pudor –y ante más de diez personas– se está quitando un grano de la ingle. Toma ya.
Quién más, quién menos ha vivido momentos de tensión bajo tierra. Y no por el amianto, que tanto tiempo nos ha rodeado en silencio. Hay escenas en el Metro que pueden resultar sórdidas. Ahí cabrían varias historias de Chuck Palahniuk, John Fante y Pablo Rivero. Juntas y revueltas. A veces te encuentras con vómitos, botellones, peleas. Hay gente extraña, algunos hablan solos –con sus manos libres– otros nada, otros tristes. Hay manoseo, alientos mañaneros, olor a revenido. Hay conversaciones histéricas, música con acordeones. Realismo sucio del bueno.
Un hipocondríaco no baja al Metro ni loco. Tiene sus razones. Imagínate sentarte en un banco donde la noche anterior se vivió una furtiva escena de sexo desenfrenado sin ropa interior. Imagínate tener que agarrarte a la barra de hierro y que esté caliente porque alguien la acaba de tocar. Y que, además, ese alguien haya estado hurgando en su nariz justo antes. O aún peor, se haya metido los dedos entre los dientes –a modo de palillo– para sacarse un paluego. O aún peor, que haya ido al baño y... En fin. Que razones no le faltan para rehuir de este tipo de transporte. Si lo piensas fríamente, no bajas.
El otro día leí en un medio sarcástico –tipo El Mundo Today– que en el Metro de Madrid instalarán dispensadores de desodorante. Era una broma. Algunos no la pillaron y se lo tomaron muy en serio. Para mi sorpresa, en los comentarios los usuarios se indignaban. “¿Para cuándo en Barcelona?”, preguntaba uno. “¡En Barcelona también necesitamos de eso!”, se quejaba otro. Y así más, muchos más.
La conclusión es obvia. La gente sufre en el Metro. Los cinco sentidos se agudizan y, con el contraste de temperatura, el sudor se intensifica. En ocasiones, el olor es insoportable. ¿Pueden bajar la temperatura de la calefacción? Coger el Metro es toda una aventura. En esta ecléctica jungla hay de todo y para todos.
Su cara es un poema. Le duele. Le está doliendo de verdad. Hurga y hurga, pero no sale. Me levanto y veo la escena desde otro ángulo. Los pelos púbicos saltan a la vista y ella sigue presionando. La gente se da cuenta. “Propera parada, Diagonal”. Me bajo. Buenas noches... y buena suerte.