Cuentan los mayores que, allá por 1977, los vecinos y vecinas de Nou Barris, especialmente los de Trinitat Nova, Verdum y Roquetes, reunieron a cientos de personas que lograron sabotear y desmantelar la planta asfáltica que contaminaba de humos nocivos más de medio distrito. La instalación había sido construida para apoyar la ejecución del segundo cinturón de autovías de Barcelona, eso sí, sin contar con la salubridad de la vecindad. Tras meses de protestas y promesas políticas del consistorio franquista incumplidas, fue la propia gente la que tomó la iniciativa, desmanteló la fábrica, acabó con sus manos con la actividad que les estaba matando y logró el compromiso para reconvertir la nave en un ateneo popular que, con el tiempo acabó acogiendo a una escuela de circo social que es referencia en toda Europa. En épocas de autoritarismo institucional y violencia policial, la propia ciudadanía organizada era capaz de doblegar el brazo de la Dictadura, imponiendo la democracia a pie de calle.
Lo de la planta asfáltica no es ni una anécdota, ni un hecho aislado, cada barrio tiene su historia, y esta es la historia de miles de vecinos y vecinas. El anhelo de democracia no fue un fenómeno que se fraguara de un momento para otro, ni tampoco impulsado por el cine de Hollywood precisamente. La Dictadura transitó desde su inmunidad hacia la decadencia a medida que la ciudadanía española, especialmente en ciudades como Barcelona, se fue organizando para tomar consciencia y conquistar los derechos que llevaban décadas bajo llave. El primero de ellos, su derecho a una ciudad digna, donde el aire no contaminara sus pulmones, sus viviendas no se cayeran a pedazos, en la que hubiesen escuelas, centros de salud, plazas, aceras y hasta agua corriente. También, por supuesto, las condiciones laborales fueron mejorando a base de sindicatos clandestinos y negociaciones colectivas, al margen de las instituciones del Régimen. Lejos de esa imagen distorsionada de la Transición donde la élite nos concede libertades, la realidad es que los derechos que hoy tenemos son la historia de miles de personas que hasta se dejaron la vida por ganarle el pulso a la intransigencia.
Huelgas, manifestaciones, octavillas, puerta a puerta, sabotajes, ocupaciones o simples conversaciones lograron mejorar las condiciones de vida de todos a base de conquistas que llenaron de sentido y seducción a la idea de democracia. Imaginar y corroborar que es posible dejar a un lado la desdicha desde la participación colectiva en la toma de decisiones públicas hizo viejo al fascismo y alentó las ansias de libertad. Los barrios populares de la Barcelona de la Transición, constituidos, como siempre, por gente venida de una infinidad de geografías, supieron reconocerse entorno a las comunidades, diluyendo el origen en el destino: lograr un entorno y una vida digna para todos.
Hoy, tras una incesante década de crisis social, las condiciones de existencia se han tornado en condiciones de supervivencia y subsistencia para buena parte de las mayorías, especialmente en los entornos urbanos. Los precios de las viviendas baten récords, las rentas familiares menguan, la precarización del empleo se extiende mientras la tercialización económica va acelerando su proceso de fragmentación laboral y la industria turística transforma los entornos y eleva los costes de todo. Ante este panorama, como hemos podido ver con la ola reaccionaria mostrada por las Elecciones en Andalucía, hay una postura que parece ir ganando adeptos entorno al odio y la culpabilidad al vecino de buena parte de los retrocesos que hemos experimentado, sobre todo, durante este tiempo. Una posición que apuesta el autoritarismo y la involución democrática como salida a la desdicha. Un peligro empujado por la orfandad comunitaria y la desilusión que debe alertarnos y ponernos a trabajar.
La individualidad, la parcelación y privatización de la vida, la exclusión y la desconfianza vecinal son los síntomas claros de que los lazos comunitarios se están rompiendo. Y toca reconstruirlos si no queremos lamentarlo más temprano incluso de lo que los estadounidenses o los británicos hubiesen imaginado. Como en los años 70, Barcelona debe organizarse para seguir demostrando que el bienestar de todas las personas se logra desde la cohesión de sus barrios, desde las conquistas que su vecindad consiga seguir arrebatando a lobbies, mafias y usureros. Demostremos que el odio no construye nada, haciendo de nuestra ciudad el emblema de la prosperidad que solo la democracia puede impulsar.