Barcelona es la gran víctima del Procés, de la inestabilidad política que vive Catalunya. La ciudad de los prodigios, de la innovación y del diseño es, hoy, la ciudad de los horrores, la división, la tensión y los disturbios. En sus calles se palpa mucho odio y la violencia ya no es residual en las jornadas más señaladas. Que un Consejo de Ministros provoque cierres masivos y acabe a porrazos es un síntoma inequívoco de que hay algo aquí que va mal. Muy mal.

Mal asunto que las cargas policiales y los destrozos del mobiliario público sean protagonistas de una jornada que debería poner el foco en las propuestas de Pedro Sánchez y en el último pleno municipal de 2018. Barcelona vive días de mucha crispación, de paranoias colectivas, mientras encoge su economía y se agrava la inseguridad en sus calles.

Barcelona ha sufrido una peligrosa metamorfosis. Ya no es la ciudad amable que admiraba toda Europa. El encanto de Gaudí y su oferta lúdica y cultural han sido sustituidos por las imágenes virales de sus revueltas. Este viernes, los incidentes de Drassanes o la Via Laietana abrían la información internacional, por ejemplo, de un diario tan prestigio como el Times londinense.

La división de la sociedad barcelonesa es muy peligrosa y los llamamientos al odio son intolerables. Solo el diálogo y la generosidad de todas las partes implicadas en el conflicto aliviarán los problemas de una Barcelona que sufre mucho, demasiado, y que dentro de cinco meses se jugará su futuro en unas elecciones inciertas. Unas elecciones marcadas, una vez más, por la eterna división entre independentistas y constitucionalistas, con ofertas variopintas en ambos bloques.

La cuestión identitaria no puede minimizar el debate sobre las necesidades reales de Barcelona, una ciudad que debe recuperar su espíritu abierto y cosmopolita. El aislamiento es la peor medicina para una metrópoli con nuevos retos que vivió su última época de esplendor cuando fue de la mano con el gobierno de la Generalitat y de Madrid.