Ada Colau no es la alcaldesa del pueblo; es la alcaldesa del postureo, de la ambigüedad, la que suscita más rechazo en Barcelona, como queda perfectamente retratado en el último Barómetro del propio Ayuntamiento.
La gran transformación que prometió cuando ganó las últimas elecciones municipales se ha convertido en una broma pesada. Barcelona, hoy, está mucho peor que hace tres años y medio. Y no solo es una percepción subjetiva. Todos los indicadores retratan que la capital catalana es una ciudad mucho más sucia y, sobre todo, insegura que en 2015. Su gestión del turismo ha sido vergonzosa y decepcionantes han sido sus políticas de vivienda pública. No digamos ya su obcecación por construir carriles bici sin ton ni son ni su rechazo a los grandes eventos. Que el Mobile siga en Barcelona es poco menos que un milagro, en ningún caso atribuible a Colau y mucho menos a Gerardo Pisarello, un tipo mucho más simpático en bermudas que en traje que se vanagloria de sus plantones al jefe del certamen internacional.
A falta de clase, gestión y soluciones para afrontar los grandes problemas de la ciudad, Colau opta por la gesticulación, por abrir debates absurdos y peligrosos con el único fin de contentar (o distraer) a sus fieles. Con el cambio de nombre de algunas calles ha intentado maquillar algunos fiascos sonados, como la conexión del tranvía por la Diagonal que suscita muchos recelos entre los comerciantes y vecinos de las calles próximas.
Colau se ha alejado de las élites (económicas, culturales, sociales...) de la ciudad, pero también de sus entidades y vecinos. Cuando faltan cuatro meses y medio para las municipales, los sondeos castigan al partido de la alcaldesa, que en 2015 arañó muchos votos a un PSC en plena descomposición y se benefició de las tensiones internas en la antigua Convergència.
A poco más de cuatro meses para las municipales de 2019 y con una obra de gobierno muy deficiente, Colau intenta explotar su aura mediática. A falta de hechos, nada le estimula más que entrar en el cuerpo a cuerpo con Manuel Valls e incentivar su populismo trasnochado con algunos tópicos que pueden tener un impacto muy negativo para Barcelona.
En este escenario se enmarca la eterna obsesión de Colau para remunicipalizar el servicio del agua, una materia muy sensible en la que engaña peligrosamente a los ciudadanos. Las encuestas, las suyas y las que han encargado muchos medios de comunicación, como Metrópoli Abierta, reflejan una alta satisfacción de los barceloneses que puntúan la calidad del agua, y su servicio, con un notable.
El segundo Barómetro de Barcelona que este medio encargó a Centre d'Estudis Sociològics constataba que el servicio del agua es el segundo mejor valorado por los ciudadanos (el primero en tres distritos: Gràcia, Sant Andreu y Nou Barris). La nota media es de un 7,1.
La obstinación de Colau choca, curiosamente, con la opinión de quienes votaron a la actual alcaldesa. Los barceloneses que hace tres años y medio simpatizaban con Colau valoran el servicio del agua con un 7,2 y rechazan su fijación con una remunicipalización que suscita muchas incógnitas y más recelos, sobre todo entre los propios trabajadores de Agbar.
Poco elegante y de dudosa transparencia fue la presión que los comunes ejercieron al resto de formaciones políticas que en abril rechazaron, tajantemente, un posible cambio respecto a la actual colaboración de los sectores público y privado, por motivos doctrinales y electoralistas. El debate, y Colau lo sabe, no está en la calle, pese a la animadversión pública que han mostrado la alcaldesa y Eloi Badia contra la compañía prestataria del servicio.
Ni las entidades amigas a las que Colau ha multiplicado las subvenciones ni la claca mediática que sonríe las gracias de la primera edil han evitado un seguimiento ínfimo de las convocatorias de la plataforma Aigua és vida, que apenas ha reunido a una decena de simpatizantes en sus convocatorias. El último tortazo llegó con la encuesta realizada por Catalunya Ràdio sobre el futuro del agua en Barcelona. Sus ciudadanos lo tienen claro. Lo que funciona no se toca y menos si detrás hay una historia de 151 años y el apoyo mayoritario, casi unánime, de los barceloneses.