Cuando Naya, una preciosa labrador parisina color canela, me adoptó hace 8 años era mi primera experiencia con un perro. Yo era de las que se lavaba las manos cada vez que la acariciaba o me lamía, la que se reía de sus amigos cuando trataban al perro como si fuera un niño y que ponía el grito en el cielo porque un can compartiera el agua del mar con humanos. Gracias a Naya empecé a humanizarme. La limpio con toallitas de bebé cada vez que llegamos a casa (más que nada por la mierda que hay en las calles... por cierto, la toallita sale más negra en Barcelona que cuando nos vamos a la montaña), duerme conmigo, la quiero más que a nadie ni nada y ahora mismo prefiero compartir baño con perros que con determinadas personas (he descubierto que el can suele ser y estar más limpio, en todos los sentidos, que el animal humano).
Fue gracias a Naya que empecé a interesarme por el lenguaje corporal porque me alucinaba como dos seres de distintas especies podíamos llegar a congeniar sin decir ni mu. Y al leer sus miradas, acabé apreciando la del resto de animales. Así que un día de verano tras adelantar a un camión repleto de cerditos que sacaban la cabeza asfixiados y asustados, detuve el coche y decidí que una servidora nunca más volvería a comer carne. ¿Qué diferencia había entre Naya y cualquier otro animal? ¿Qué diferencia hay entre un animal humano y cualquier otro animal? Lo sé, nos distingue la razón. Pero yo soy de las que priorizan la sensibilidad, pues me considero un ser básicamente emocional.
En fin, les cuento todo esto porque el sábado por la mañana salí a pasear con Naya por el parque que queda más o menos cercano a casa. En el recinto hay una zona abierta, no es un pipican, donde los perros corren y juegan. Sin embargo, aquel día estaba lleno de cristales y basura. Algunos humanos se habían pegado un gran festival y no habían recogido (algo que suele ser más común que encontrar las deposiciones de un can). Cogí a Naya y le indiqué por dónde pasar para que no se cortara las patitas (ellos van descalzos... no saben la de veces que he tenido que batallar contra chicles en sus patitas). Hacía un día espléndido, me senté en un banco y Naya a mis pies. Mientras la acariciaba, llegó una mujer con una sillita y dos niños. Sonreí. Naya seguía acostada.
"No saps llegir? Aquí no es pot estar amb gossos. Aquí juguen els nens", me informó bruscamente. Me quedé atónita porque la zona infantil quedaba bastante alejada de donde nosotras estábamos sentadas (Naya tolera sumisa a los niños pero los niños si no están bien educados suelen ser bastante crueles con los perros... La pobre ha soportado tantos golpes, tirones de rabo etc. que cuando ve a un niño se esconde detrás de mi falda... jajajaja) y antes de que pudiera abrir la boca, me soltó: "tu no tens fills, veritat?" A lo que contesté: Vosté no té gos, cert? Mientras despotricaba sobre mi supuesto atrevimiento al comparar a un cachorro humano con mi bebé canina; Naya y yo ya nos alejábamos y dejábamos a la mami plantada para que se desahogara a gritos contra su perra vida.
El domingo, cientos de personas se manifestaron por las calles de Barcelona para exigir al ayuntamiento de Ada Colau que pare de perseguir a los humanos con perros como si fuéramos delincuentes, que dejen de impedirnos la entrada en parques o que, por lo menos, se abstengan de ser tan cínicos al presentar a esta ciudad como animalista.
La cultura de un pueblo se mide por cómo trata a los animales.