La celebración de la Feria de Arte Moderno y Antiguo de Barcelona (FAMA) se aproxima. Bajo las inmensas bóvedas de las Reales Atarazanas de la ciudad empieza a vibrar la preparación de esta gran feria, que empezará este miércoles seis y terminará el domingo diez de marzo. Durante estos días, la réplica de la Galera Real comandada por Juan de Austria, que venció a los otomanos en Lepanto el 7 de octubre de 1571, volverá a sonreír a los visitantes.
Ya he recibido entradas de Olga de Sandoval y Joan Solé, anticuarios insignes que cada año exponen sus tesoros. No me viene de nuevas este mundillo porque mis abuelos, por los cuatro costados, eran provectos coleccionistas. Uno de ellos hizo su colección tras la guerra, con el asesoramiento de quienes protegieron las colecciones del MNAC, que encontraron refugio en una de las iglesias de Olot. Por entonces pudo comprar aquella pintura oval de santa Bárbara de Francisco de Goya (hoy en el Museo del Prado) y otras tantas maravillas.
Cuando era niño, por navidad, me fascinaba aquella lámpara de infinitos cristales que colgaba de la sala de estar de casa de los abuelos. Allí nos reuníamos docenas de primos y familia. Había un piano de media cola del fabricante alemán August Förster, al cual Victoria de los Ángeles, siendo una jovencísima estudiante del Conservatorio, había cantado partes de Las bodas de Fígaro, de Mozart. Sobre este piano había esculturas de bronce de Manolo Hugué emboscadas en los pliegues de una tela arrugada de seda antigua; y encima, la gran Misa de san Gregorio, de Diego de la Cruz, tal vez procedente del monasterio de san Jerónimo de Fredesval (Burgos).
Para el pavimento, el abuelo había comprado el parquet del antiguo hotel Colón, que era un suelo resbaladizo y crujiente donde estaba prohibido jugar a nada. Pero lo máximo era un san Francisco mirando a la cruz, con la mano derecha en el pecho y la izquierda señalando una calavera, obra de Domenikos Theotocopuli, alias el Greco. Sobre el suelo del desierto en que se halla rezando, un papel caído con dobleces reza la firma del pintor de Creta, que tantos encargos recibió de la Corona española y del mundo eclesiástico de Toledo, gran capital del Renacimiento.
En aquella casa, que todavía existe en Barcelona, había una hermosa biblioteca de dos pisos con balaústres de latón abrillantados. Todos aquellos libros los había encuadernado el ínclito Santiago Brugalla. En la penumbra había también una tabla atribuida a Jaume Huguet, con San Jordi y la princesa. Y en el comedor el Retrato de una dama, de Lodewyck van der Helst, y el autorretrato de Joaquim Agrassot: nada menos.
Nunca he perdido el gusto por las antigüedades porque tuve la suerte de vivir estas mil historias y, además, pude leer “El mundo fascinante del coleccionismo y de las antigüedades. Memorias de la vida de un coleccionista”, de Frederic Marés. Pero esto fue un regalo de quienes me trajeron a este mundo convulso, inconsciente y mayoritariamente ignorante. A ellos les doy las gracias.