Hace unos días, más de un centenar de animalistas franceses -parece que no tenemos bastantes por aquí y hay que importarlos- se encadenaron a la verja de una granja porcina en Riudellots de la Selva y procedieron a la liberación de ocho gorrinos de los que no se ha vuelto a saber nada. Según ellos -los animalistas, no los gorrinos-, la acción iba encaminada a “dar voz a los animales”. Por un lado, está bien que alguien dentro del sector de amigos de las bestezuelas se preocupe un poco por bichos a los que no se suele hacer ningún caso, preocupado como está la mayor parte del colectivo por los toros, los perros y los gatos (¡y a las gallinas, que las zurzan!); por otro, es muy triste que un ser humano no tenga nada mejor que hacer que dedicarse a liberar cerdos, pero en el animalismo hay de todo, desde gente normal preocupada por el trato cruel a los animales hasta genuinos chiflados de esos que saltan de alegría cada vez que un torero la diña en el ruedo.

No sé a qué sector pertenecen ésos que aspiran a cargarse el zoológico de Barcelona o, por lo menos, reducirlo a una mínima expresión -de trescientas especies a once-, convirtiéndolo en algo que nadie se dejará un euro por visitar. La administración Colau ha incluido el tema en el último pleno antes de las elecciones municipales, pues el buen progre será animalista o no será. De momento, los que creemos que un zoo tiene legítimos intereses científicos y comerciales hemos sido beneficiados por una prórroga del colectivo animalista de tres años, durante los cuales puede pasar de todo. De todos modos, con los problemas que se le acumulan al ser humano en Barcelona, ponerse a hablar de qué hacemos con el zoo no me parece la más urgente de las iniciativas. Sobre todo, porque los comunes prestan más atención a los amigos de los irracionales que a los científicos e investigadores que defienden la pertinencia de los zoológicos en las grandes ciudades, que no tienen ya nada que ver con aquellas siniestras casas de fieras propias de finales del siglo XIX, principios del XX. Si yo fuese el alcalde de Barcelona, ya me hubiera deshecho de los animalistas y hubiese tomado partido por la comunidad científica, pero Ada, que se debe a sus feligreses más franciscanos, está obligada a hacerles caso (o a hacer como que les hace caso).

Afortunadamente, hasta ellos se han dado cuenta de que un zoo con once especies no sirve para nada: de ahí la moratoria que los animalistas nos han concedido generosamente a los habitantes de esta ciudad. Hay que pensar un poquito en los seres humanos y ponerse en la piel del pobre padre de familia que se lleva a sus retoños al zoo y éstos se le amotinan y amenazan con lincharlo al observar que se los ha arrastrado a una birria de zoo en el que no hay nada que ver. A partir de esa visita traumática, a ver quién los desengancha de la consola.

El tema va para largo, pero ha venido para quedarse. El nuevo alcalde tendrá que bregar con los animalistas hasta el día del juicio, pero Ada no puede dejar pasar la ocasión de demostrar que su corazón sangra por los pobres irracionales, lo cual no es de extrañar, ya que de ellos procede la mayoría de sus votos. Y no lo olvidemos: los políticos, como las folklóricas, se deben a su público.