Paso semanas de concentración en el Ateneu Barcelonès, una de las pocas instituciones que quedan en Barcelona donde el aire es más puro, la luz es más transparente y el horizonte más elevado. Nadie llama por teléfono, no llegan las malas noticias y nadie me conoce. Aquí, en apariencia, nadie tiene prisa, las señoras no van a la peluquería porque se gastan el dinero en buenos libros, hay hombres que fuman en pipa, y pueden encontrarse buenos interlocutores si uno tiene tiempo y se lo propone.
Cada año, por estas épocas, amortizo mi cuota de socio y empujo textos largos que durante el año la docencia y el tráfago de la universidad me impiden acabar. También puedo preparar la temporada de congresos y pensar cosas impensables que no se me ocurren desde mi casa, desde mi estudio o desde el bar Escocés, donde a veces se puede escribir sobre los manteles rojos de papel. El Ateneu es también un buen lugar para tirar ideas inservibles a la papelera y concentrarse en el tronco de unas pocas que quizás darán su fruto más adelante.
La obra de Marcel Duchamp siempre hace pensar. Concretamente, cuando en 1919 estaba en París, pensó en llevar un regalo a Walter Arensberg (coleccionista, crítico y poeta americano), y pidió en una farmacia una ampolla de vidrio que se convirtió en otro de sus precursores readymades: "50 cc del aire de París". El Ateneu es una especie de burbuja de “Aire de Barcelona”. Incluso diría, a pesar de las elecciones del domingo, que aquí no hay aire de ERC ni de ningún otro partido político; y ni de lejos es un lugar que vaya a pisar Ada Colau por iniciativa propia. Aquí la gente estudia, escribe y piensa.
El mural de Frederic Amat (Porta dels Lectors, 2007) que da entrada a la puerta de la biblioteca representa, sobre un fondo azul eléctrico, multitud de siluetas de personas distintas que somos sus lectores. Probablemente casi todas y todos somos barceloneses, pero entramos para estudiar cosas distintas, con identidades distintas y de muy distintos colores ideológicos. Aquí nadie grita, se discute moderadamente y cada uno se guarda sus banderas en el bolso. El Ateneu no es un lugar convencional y la gente conflictiva no viene porque no es su ambiente.
Y un último detalle. En el vestíbulo de la biblioteca hay un hombre con bigotes que al entrar te mira de frente, con ojos de aguja penetrantes y un gesto de sabiduría en su mano derecha. Es el retrato de Ildefonso Cerdà que Ramon Martí Alsina pintó en 1878 con su realismo y asertividad característicos. Sabemos que Cerdà fue un nombre impuesto por la corona española para hacer el Eixample, pero él comprendió y parece decir a cada lector del Ateneu aquella frase que inspirara el gran proyecto urbanístico para la ciudad de Barcelona: “Prohibido prohibir.”