En su cruzada personal contra el esparcimiento de los barceloneses, Ada Colau la ha tomado con unas discotecas del frente marítimo que, según el gremio de restauración, nunca han dado ningún problema de convivencia porque están a una prudente distancia de las zonas donde habitan los seres humanos. Da igual, hay que chaparlas. ¿Por qué? Pues supongo que por el mismo motivo por el que los bares deben cerrar a medianoche y limitar sus terrazas a una sola mesa, estratégicamente situada al lado de un contenedor de basura. Si no es calvinista, Ada lo parece. Todo lo que le suena a desfase moral le molesta. A no ser que se trate de los bares de Gracia, cuyas infernales terrazas amargan la existencia de los vecinos sin que el ayuntamiento tome cartas en el asunto. Debe ser que lo de Gracia es sana diversión y una expresión más de la cultura popular mediterránea, mientras que las discotecas frente al mar son refugios para pijos y gente insolidaria.

Durante mi primera visita a Los Ángeles, en 1981, me sorprendió que, en una ciudad donde brilla el sol todo el año, no hubiese prácticamente ni una terraza y todos los bares fuesen unos garitos en permanente penumbra en los que, a falta de contacto con el exterior, nunca sabías la hora que era. Dicha penumbra era de tales dimensiones que un día, entrando en un bar, el contraste entre la luz exterior y la oscuridad interior me dejó momentáneamente ciego, pegué un traspiés del copón y aterricé sobre una camarera que a duras penas consiguió salvar lo que llevaba en la bandeja. Lo primero que pensé fue que en esa ciudad lo de beber se consideraba una actitud pecaminosa que debía practicarse en sitios oscuros que fomentasen el sentimiento de culpa. Confieso que le acabé viendo la gracia a eso de pimplar sin enterarme del paso del tiempo, pero me pareció una cosa calvinista que nada tenía que ver con los países mediterráneos, donde los borrachos beben en público y todo el mundo lo considera de lo más normal.

La administración Colau fomenta ese complejo de culpa, a no ser que pueda ser considerado una celebración de los más desfavorecidos. Ya me dirán ustedes a quien molestan los clientes de esas discotecas de las que les hablo: en su interior, los pobres bailan, beben y se drogan sin molestar a nadie. De hecho, las discotecas son como los campos de concentración, pero con música. Y en su interior nadie necesita saber qué hora es, pues todos le dan la razón a Julio Iglesias cuando canta Que no se acabe la noche. Intuyo cierto rencor social hacia los beodos desocupados con alto poder adquisitivo, que no tienen derecho a nada, y una sacralización del pringadillo agarrado a su birra y en busca de una esquina en la que mear apaciblemente.

La idea del orden público que tiene la señora Colau me resulta incomprensible. Como su calvinismo selectivo. Debe ser que soy inmune a su magia, pues las encuestas la sitúan como la preferida de los barceloneses a la hora de controlar la alcaldía, en dura pugna con el Tete. Más vale que me prepare para otros cuatro años de comunes en el poder y que me apañe con el premio de consolación: ¡Pisarello se va a Madrid! El que no se conforma es porque no quiere.