La autocrítica murió en Cataluña a finales del S.XIX. Dos siglos después se ha acentuado esa dislexia casi ética y moral. Ahora dices que Gonzalo Boye, abogado, fue condenado por terrorista, o Carles Sastre, sindicalista, fue condenado por asesinato y la respuesta es “el PP roba y Ciudadanos fachas”. La ironía es que lo dicen los que han robado, algo más del 3%, y quienes tienen el porcentaje más elevado de antepasados franquistas en España.
La verdad, al final, es tan parte de la mentira que se hace difícil distinguir la información de la propaganda, de la intoxicación. Si Gonzalo Boye o Carles Sastre fueran del PP, Ciudadanos y no digamos de Vox, el escándalo sería mayúsculo. Si ha dimitido un gobierno por tener a Luis Barcenas en su partido, ¿qué debería hacer uno que mantiene a terroristas – Boye -, asesinos – Sastre -, ladrones – Palau o Pujol - y abuelos franquistas – Aragonés – Llach?. Y esa pregunta tan básica se ha ocultado siempre en la agenda catalana y ahora, estos días, en la de Barcelona.
La capital catalana va camino de ser la nueva Cataluña. Esa Cataluña familiar, de clanes, de señores feudales, donde las oportunidades giran entono a un apellido delante de un esfuerzo. Algunos lectores dirán, no sin razón, que eso siempre ha sucedido así. Sin quitar “peros” a esa constatación, si que es cierto que Barcelona, dentro de Cataluña, aún conservaba un mínimo de factor diferenciador. Algo sencillo, como el progreso de la urbanidad frente a lo rural ancestral.
Perder Barcelona para el constitucionalismo es más grave que dejarlo en manos del populismo, como estos años. Igual que hay un baremo penal entre robar y asesinar, lo hay entre políticas independentistas y populistas. Ambas condenables. Aunque a estas alturas creo nadie duda que es peor asesinar que robar. Los barceloneses tenemos la disyuntiva de elegir que mala opción preferimos. Y seguramente es responsabilidad de los políticos haber llegado hasta aquí.
Dice muy poco de la calidad democrática de Barcelona que los dos candidatos con más opciones, salvo que por suerte nos equivoquemos, son dos frutos podridos de la convivencia. El independentismo y el populismo nacieron, en cierta manera, hace dos siglos en la Europa industrial. Las libertades contra la opresión de los regímenes autoritarios permitió el nacimiento de nuevas ideas. Curiosamente una de esas ideas de dos siglos atrás que perviven con fuerza en la Cataluña rural van a gobernar en Barcelona. Nadie podía pensar que el desastre de los cuatro años de Ada Colau pudieran continuar, o incluso ser peores. Al final, todo es tan simple como el deseo de algunos de convertir Barcelona en la vieja Cataluña. Y ese camino a la degradación marcará huella en las próximas generaciones.
Barcelona va camino de Cataluña. Y digamos las cosas claras. La capital era el único punto lucido en este pequeño territorio del sur de Europa. Con la luz apagada en nuestra ciudad todo será más complejo. Sin contra poder, sin fuerza, sin turismo, con violencia, recordaremos en algunos años lo que fuimos, lo que pudimos ser y lo que seremos. Quebec, un bonito pueblo en Canadá, al lado de Barcelona será la nueva capital económica del mundo.