Godzilla es un dinosaurio mutante, como Tete Maragall. Las pruebas nucleares de los primeros años de la Guerra Fría crean y despiertan al monstruo, que dormía tan tranquilo en el fondo del océano. Asoma a la superficie y provoca el caos, deja Tokyo hecho cisco y luego muere dramáticamente, víctima del destructor de oxígeno (sic). Por supuesto, el mejor Godzilla es el de 1954, el original, el de Ishiro Honda. El papel del monstruo lo interpretó Haruo Nakajima y el rugido de Godzilla se consiguió grabando el chirrido de la puerta de entrada de los estudios de cine. Sus efectos especiales de cartón piedra son deliciosos, tan inocentes.
Tete Maragall también despertó un día de la siesta y descubrió que ya era un dinosaurio. Lo de mutante le vino justo después. De la noche al día, el Tete se pintó la ideología de amarillo, por ver si así pillaba cacho o poltrona. Se apuntó a los republicanos y comenzó a largar por la boca cosas sobre «ellos» y «nosotros», ya saben. Uno no se pone una camisa nueva si antes no se ha quitado la camisa vieja, y Tete Maragall, de palabra y de hecho, abjuró del proyecto de una Barcelona abierta, plural, cosmopolita, crítica y dinámica, que quizá nunca ha sido, pero que tanto nos gustaría que fuera, una metrópolis comme il faut. Su Barcelona es, ahora, una ciudad grauperista; es decir, la capital de una república que no existe, idiota, que dijo un sabio.
Aunque intentaron eliminarlo haciéndole jugar un partido de fútbol, subiéndolo a una bicicleta o pateando el agua de un estanque, por ver si se partía la crisma o pillaba una pneumonía, el dinosaurio mutante sobrevivió, se presentó a las elecciones y ganó. Ganó como se gana ahora, con un 21% de los votos (un 15% del censo). Eso le valió diez concejales. Sumados a los cinco del puigdemontismo, quince, que son menos que los dieciocho que sacaron los mismos en 2015.
Quince concejales de cuarenta y uno hicieron exclamar a la portavoz del Govern, Meritxell Budó, (cito): «El independentismo ha ganado en Barcelona». Así, con un par. Cuando le pidieron que explicara cómo era eso posible, si quince es menos que la mitad de cuarenta y uno, respondió (vuelvo a citar): «Yo he dicho que ha ganado porque… eh… quince concejales independentistas… pues, digamos que… que… que… que… que es más que lo que suman, ¿no?, los otros grupos, no juntos, sino mayoritariamente», y se quedó tan ancha. Si no me creen, busquen el vídeo de la rueda de prensa.
Con esta «victoria» en el bolsillo, el dinosaurio mutante, la pija Artadi O’Sea y la secta amarilla ofrecen un pacto a la todavía alcaldesa Colau. La oferta es (sigo citando): «Un proyecto progresista (sic), la libertad de los prisioneros (sic) y un referéndum de autodeterminación». Y dos huevos duros. ¿Caerá la señora Colau en la trampa del dinosaurio mutante? Cuando esto escribo, todo está por ver.
La cuestión es que la señora Colau tiene la oportunidad de impedir el devastador ataque del dinosaurio mutante. Pero, ay, ella misma ha sufrido los efectos de la radiación de fondo de la cosa amarilla, que le ha impedido ver cosas tan evidentes como que el procesismo no es, nunca ha sido ni tiene intención de ser de izquierdas, progresista o razonable, lo que prefieran. Vamos, ni en broma. Además, ella misma padece algunos síntomas del procesismo; a veces se nos pone cursi, por ejemplo. Aunque ha sufrido en propias carnes el desprecio (casi diría que el odio) del amarillismo catalán, prosigue en su panfilismo, y eso le ha valido perder muchos apoyos electorales, especialmente en los barrios de rentas más bajas. En esos barrios ya han visto las orejas al lobo… al dinosaurio, perdón.
El señor Valls, quién nos lo iba a decir, ha puesto el destructor de oxígeno sobre la mesa. Eso podría costarle una crisis de partido, pero dice que prefiere a Colau que a Tete, el dinosaurio mutante. Le ofrece la alcaldía y luego, una feroz oposición. Si la señora Colau acepta el quite, todavía tendrá la oportunidad de salvar el cuello y cumplir el sueño de sus votantes, además de provocar en el dinosaurio mutante un ataque de urticaria. Pero, ojo, es capaz de negarse. Si tal hiciera, muchos ciudadanos de izquierdas volverían a verse huérfanos y traicionados, y muchos otros que quizá no sean de izquierdas, también. Porque Godzilla, allá por donde pasa, no deja más que ruinas tras de sí.