Según la constitución, todo español tiene derecho a una vivienda digna. Como este precepto no se cumple, podrían haber añadido, ya puestos, un artículo que dijera que todo español tiene derecho a la felicidad. Soñar no cuesta dinero, pero los que viven de alquiler en Barcelona saben que un techo y cuatro paredes sí. Y que esos precios son exagerados y, en algunos casos, un robo.
Pagar novecientos euros de alquiler cuando ganas ochocientos no puede ser y además es imposible, como decía el torero. Dejarte la mitad del sueldo en alquilar un apartamento -como le sucede a un elevado número de barceloneses- es un abuso y una vergüenza social. Hace años que al sector inmobiliario se le ha ido la olla sin que nadie haga nada por evitarlo, con la consabida excusa falsamente liberal de que rige la ley de la oferta y la demanda y a ti te encontré en la calle (nunca mejor dicho). Ahora el supuesto gobierno autónomo de Cataluña presenta una ley que, en teoría, debería poner orden en el asunto, pero parece que esa ley, inspirada en una alemana similar, sirve para lo contrario de lo que se propone y que donde ha sido aplicada, las ganancias de los propietarios han crecido de manera exponencial. De ahí que la oposición haciendo honor a su nombre, se oponga a ella.
Yo no entiendo cómo una ley puede obtener unos resultados opuestos a los anhelados, pero según los economistas que entienden de estos asuntos, así sucede, y nos muestran como ejemplo que Berlín pretende congelar los alquileres cinco años porque el remedio anterior les estalló en la cara (a los inquilinos).
En Barcelona deberíamos impartir unos cursillos de justicia social y empatía con los pobretones entre los propietarios de pisos. Explicarles pacientemente que tienen derecho a sacar un beneficio de sus posesiones, pero no considerarlas sendas minas de oro de una riqueza inabarcable. Tal vez sor Lucía Caram podría explicarles que aplicar subidas del 50% al inquilino cuando éste debe renovar el contrato de alquiler no cabe en una visión cristiana del mundo y ni siquiera en una visión meramente humana. Ya sabemos que los guiris pagan más y que con Airbnb te forras que da gusto, pero a este paso vamos a seguir los pasos de Londres y Nueva York, donde la constante gentrificación ha expulsado a cualquiera que gane menos de diez mil euros al mes. Y esto, no lo olvidemos, no es Londres ni Nueva York, sino un balneario con pretensiones.
En los viejos tiempos, la única amenaza que pendía sobre el inquilino era la boda de la hija del casero, que pensaba instalarse en tu apartamento tras el casorio. Ahora, si los propietarios pudieran, te harían contratos de tres meses y te pegarían un palo cuatro veces al año. Y que no me salgan con la maldita ley de la oferta y la demanda, que esto no es Estados Unidos y se supone que aquí somos unos humanistas decentes, empáticos y solidarios. Está bien que nuestro insípido govern tome cartas en el asunto, pero, ¿no podría hacerlo de una manera que redundara en favor del achuchado inquilino barcelonés?