Harto del estancamiento del panorama político de Barcelona, España y Europa, intentaré escribir para ofrecerles una bocanada de belleza que les emborrache y que les evada de tanta hartura política. Hasta el moño de la chabacanería de Ada Colau, de la decadencia de Ernest Maragall y de la bastura de los populismos de izquierdas y derechas, escribo hoy.

Paso por la Galería Mayoral (en Consell de Cent 286. Claro: lado mar) y me sorprendo con la exposición de Zóbel-Chillida. Entro y me atiende una mujer de profundos ojos azules. Me deja solo. Me centro en Fernando Zóbel porque sé que nada tiene que ver con Chillida, por mucho que el comisario Alfonso de la Torre diga en la hoja de sala y en un catálogo que está por salir.

Zóbel es poco conocido en Barcelona. Sin casi apercibirme, me doy cuenta de mi hartura del maniquí del Corte Inglés de Pedro Sánchez y de la piel de serpiente de cobra de Josep Borrell. Esto me distrae, pero vuelvo sobre mis pasos. A Zóbel y a Chillida les unió, allá por los cincuenta, el Museo de arte abstracto de Cuenca: una de esas casas colgadas que penden de la roca, como algunas ciudades invisibles de Italo Calvino. No se me ocurre pensar en Pablo Iglesias ni en otros monstruos de la mediocridad. El sueño de la razón (Goya) produce monstruos.

Conocí en mis cuarenta (no hace mucho) los cuadernos que donó Fernando Zóbel al Museo de Cuenca. Allí estudió a los grandes maestros de la pintura. Allí se ve cómo no es posible hacer arte abstracto sin pasar por el arte del renacimiento y la Edad Media; ni es posible pintar nada (Salvador Dalí, dixit) sin haber conocido la obra de Ver Meer de Delft. Esto lo sabe el comisario de la exposición de Mayoral porque sabe un rato de pintura española de postguerra.

Hay en esta exposición un grupo monocromo de Fernando Zóbel: paisajes con horizontes al modo de Delibes en El Camino; formas cósmicas como el núcleo amorfo de Urizen pintado por William Blake; floreros que ni el mismísimo Archimboldo hubiera podido pintar porque no vio dos guerras mundiales y una guerra fría. Pero hay también una sección polícroma con cuadrículas a lo Piero della Francesca o ajedrezados en que, una vez depositado el óleo, Zóbel vierte sutilmente la trementina o el aguarrás para descorrer las líneas geométricas del damero.

Chillida es más conocido: en sus cubos rajados, cocidos al fuego lento, que se parecen a los panes de Salvador Dalí, también rajados, para Gala. Chillida se ha convertido en llavero-souvenir, en amuleto de turista o en moneda de cambio que no cambia nada.

Antes de salir de la galería Mayoral hago mis sugerencias porque nadie me conoce (y lo prefiero). Faltarían unas fotos ampliadas de los cuadernos de Zóbel en Cuenca. Los panes de Chillida no combinan con los peces de Zóbel. Pero sí hay multiplicación. Hay un intersticio entre Chillida y Zóbel en esta exposición, que difícilmente el autor del catálogo sabrá describir con palabras: es un aliento metafísico que no deja respirar en estos días de Barcelona acalorada; es un interfaz que ocupa la atmósfera y que sólo un artista en España, contemporáneo de ellos, podría explicar: las esculturas de tiza (frágiles, blancas, tectónicas) y las soldaduras de estaño (grises, sólidas, volumétricas) que Jorge de Oteiza hizo en los años 50.

Harto de la política y de la Barcelona gentrificada, puede que el lector valore esta evasión estética. Vayan ustedes a la Galería Mayoral: porque allí hay una mujer de profundos ojos azules, un cruce de miradas entre Zóbel y Chillida y, sobre todo, un buen aire acondicionado; y tiempo, mucho tiempo por delante.