Desde hace un tiempo resulta que lo estamos haciendo todo mal. No lo digo yo, lo dicen los libros que inmortalizan las tendencias actuales. Relaciones reales, comida real y, –¡ah!– felicidad real en la era de la falsedad virtual. Para lograr estos objetivos –¡lo quiero todo y lo quiero ya!– hay que sacrificarse un mínimo, que gratis no dan nada. Es inevitable traer a colación, por ejemplo, el caso de la maniática del orden japonesa Marie Kondo, villana por antonomasia en la película de cualquier escritor o lector empedernido.

Esta influencer de éxito –que explosionó hace unos meses en Barcelona– bautizó su método como Konmari: un juego que combina las letras de su nombre y apellido, porque a egocéntrica no le gana nadie. El objetivo, según la gurú, es desprenderse de la mitad de nuestros objetos y “quedarse solo con aquellos que nos hagan felices”. ¿Cuáles? Toca una camiseta, cierra fuerte los ojos y piénsalo bien. Acaricia suavemente. ¿Te hace feliz? Silencio colectivo. Cri, cri.

En el caso de los libros, ella lo tiene claro: más de 30 es delito. Para Kondo, un libro que no hayamos abierto en años no es merecedor de ocupar un lugar en el estante. Así de cruel y simple. Algunos de ellos me miran mientras escribo estas líneas. Lolita de Nabokov suelta una lágrima de polvo; Adiós a las armas de Hemingway me guiña una página para captar mi atención. Es duro desprenderse.

Creía que acumular libros era (casi) un ejercicio de sabiduría: nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos. Las letras –así juntitas– nos arropan, nos visten los muebles y nos estimulan la mente cuando hay incertidumbre. O sea: siempre.

Y de la mano de la literatura –Fante, Beauvoir, Ginsberg, Duras– va el alcohol. Porque si la inspiración no llega en estado sobrio, puede hacerlo cuando estamos ebrios. Pero no, ya no: ahora tampoco se puede beber “esa copita de más”. Acaba de llegar a Barcelona el libro de la periodista Rosamund Dean que abandera el movimiento Mindful Drinking. “Cómo moderar el consumo de alcohol cambiará tu vida”. Se llena la boca de promesas bienolientes y consejos enlatados que siembran las dudas en cada punto y aparte. El objetivo es ser consciente y fomentar el ocio saludable sin necesidad de ingerir ni una gotita.

En situaciones puntuales, una copa puede desengrasar una conversación, destensar una relación, y puede servirnos de espejo para ahondar en las profundidades más oscuras –y atroces– de nuestro ser. Una cerveza puede ser también un remedio para el dolor emocional. Ante la amenaza constante de que todo lo estamos haciendo mal, me planto y digo que no: que, en este caso, ni dejaremos de beber ni ordenaremos más. Porque en la confusión hay cierta belleza. Humana y permisible.