He pasado días inolvidables en la ciudad del motor, Detroit. Es un túnel del tiempo entre la opulencia de una de las ciudades más poderosas del mundo y el cataclismo urbano de un lugar que casi pierde su propia alma. Todo ocurrió entre 1950, en que tenía dos millones de habitantes, y 2016 en que su ayuntamiento declaró la bancarrota ante una deuda de 20.000 millones de dólares. Y de por medio la confrontación, el caos y la violencia, hasta descender a los 700.000 detroiters.
Anduve arriba y abajo de la Woodward Avenue, otrora espectáculo de luces de neón, tiendas de lujo y automóviles de seis metros rugiendo por la carretera. Doce cilindros eran pocos para transitar por la gran avenida, hoy escenario de decandencia y desencanto. Medio paquete de Winston me dejé al caminar por sus diez kilómetros de desarrollo: casi me piden hasta la camisa. Mientras, iglesias neogóticas de pelo baptista se ponen en venta, rascacielos años 20 se llenan de polvo y escuelas de primaria entran en la mera ruina.
Ocurrió en 1967, dice la película de Kathryn Bigelow de 2017, basada en los disturbios de la Calle 12, aquella sangrienta movida racial en el largo y cálido verano de 1967. Se produjo una redada policial en un bar sin licencia tras la hora límite, un speakeasy en el Near West Side de la ciudad. Lo dicho estalló en uno de los disturbios más mortíferos y destructivos de la historia de Estados Unidos, que duró cinco días y superó la violencia y la destrucción de la propiedad del motín racial de 1943 de Detroit, tan solo 24 años antes.
Viví unos días en una habitación de Airbnb de aquellas calles, al sur de la famosa barrera psicológica (y económica) de la 8th Street, donde muchas de las casas eran quemadas en las noches de Halloween (puras hogueras de san Juan). Al salir a pasear, casas abandonadas o quemadas encendían las luces de los sótanos revelando la presencia de afroamericanos sin hogar, sin oficio ni beneficio. Afroamericanos que, por la oscuridad, no se ven por la noche. Ya de atardecer, no supe distinguir el color de los que conmigo compartían apartamento.
A mi vuelta, me cuenta mi madre que en plena calle Balmes con Mallorca, al salir al balcón, una columna de humo negro asciende por el chaflán del Eixample. Son barricadas de encapuchados que queman los contenedores del independentismo. Se esconden la cara como criminales; traicionan su propia causa con la violencia; cobran en negro porque es su color preferido. Son los que por la mañana van de víctimas de la política y de la Constitución, cuando la guerra la están haciendo en la calle, y no en la mesa de trabajo, en el quirófano o en el púlpito. Son cobardes de una causa valiente que a este ritmo pierde adictos. Son artífices, como en Detroit, de su propia autodestrucción. Negros que queman a otros negros: 'indepes' que queman a otros 'indepes', y de paso incendian el ambiente.
En vano Gandhi aprendió de Tolstoy la doctrina de la no violencia, de la resistencia pacífica: “Existen muchas causas por las cuales estoy dispuesto a morir, pero ninguna por la cual esté dispuesto a matar”, escribió en 1927. ¿Adónde va Barcelona, si hay que creer en un movimiento que alimenta dos fuegos: el de unos facinerosos que queman contenedores y el de una policía que los reprime? ¿De dónde saldrá el dinero negro con que se paga a los negros de la noche, si ya sabemos que con impuestos se está pagando a los blancos del amanecer? Alguien nos engaña: sea desde el exilio, sea desde la cárcel, sea desde el Parlamento. Habrá que poner unas velas a santa Eulalia para que nos ampare.