"Tic, tac, Buch", grafitea un chico encapuchado en la persiana de un quiosco. Cae la noche, y padres y abuelos vuelven a casa. Ninguno de los jóvenes se mueve porque ninguno quiere perderse el inicio de la fiesta caliente: la de las hogueras y las carreras al ritmo de las sirenas, el helicóptero y los disparos antidisturbios en el centro de Barcelona. ¿Qué les pasa a estos jóvenes –niños– que toman las calles desde hace una semana? Creíamos que solo postureaban en Instagram y escuchaban trap. Pues no, resulta que están desencantados, oye, y creen que rebelándose alguien les hará caso.
A diferencia de lo que se difunde, una gran cantidad de los jóvenes que participan en los altercados no son miembros de los CDR. De hecho, algunos ni siquiera son catalanes. La sentencia del procés era un mero pretexto. Los motivos reales fueron otros como la precariedad laboral, la sensación de desamparo y este estancamiento político en el que nos aletargamos desde hace años tanto en Cataluña como en España.
El caso es que la gran mayoría está ahí por morbo mezclado con indignación. A cara descubierta. Fumando un piti o un peta, tomando unas birras. Yendo de un lado a otro para ver si se lía en algún punto. Puro juego: el de hacerse el malote. La adrenalina se dispara y el cuerpo, exhausto después de cada sprint, se siente vivo. Es adictivo. Es como el pilla pilla: después de cada persecución sabes que vendrá otra y cada pequeña escabullida se vive como una gran victoria.
El morbo se mete dentro. Lo saben quienes ocupan la primera línea de la barricada. Salen desbocados, como bestias malheridas, a hacer daño con hastío y una violencia descomunal. Se les olvida la causa inicial –si es que acaso hubo alguna–, entonces solo quieren ir contra la policía. Y ya. Cuando el más chulo tira la primera piedra, el resto de jóvenes –que iban a husmear– se acaban contagiando. La independencia de Cataluña y ese pastorcillo llamado Quim Torra pasan a otro plano. Están en el último, en el más lejano. Desapercibidos, volatilizados. Solo hay caos. Y el caos no entiende de política.
Como en cualquier otro campo, el morbo tiene un precio. En este caso, se ha saldado por el momento con 92 detenciones y más de 500 heridos en Barcelona. Unos 235 se corresponde al número de policías, la otra mitad son participantes de los disturbios, muchos de ellos menores de edad. Además, se estima que los destrozos de esta última semana costarán a los barceloneses 2,5 millones de euros.
El ambiente sigue crispado una semana más tarde. El monotema te acosa y necesitas evadirte. Mientras vacías una cerveza en la terraza de un bar, te llega el olor a plástico abrasado. Las sirenas suenan de fondo, y cada 15 minutos cruza una ambulancia por delante. Es tarde y quieres volver a casa, pero sabes que el Metro está cerrado por los altercados. No te libras de la que está cayendo. De repente, se acerca una chica llorando a la otra mesa, la de tu lado. "Nos han disparado pelotas de goma", dice desconsolada, entre sollozos. Game over. Nadie dijo que ser malote iba a ser fácil.