La Sagrada Família, el templo de Barcelona con mayor número de visitantes (llamarles fieles sería una broma), ha decidido abrir una tienda de 700 metros cuadrados en la que se venderán baratijas. Muchas de ellas absolutamente ajenas a la fe cristiana. Coincide el hecho con la publicación de las cuentas de las diócesis catalanas: 2,3 millones de euros de superávit. Se podrían haber repartido entre los pobres, pero tampoco es eso.
Bien mirado, la Sagrada Família no es un lugar de culto: es un negocio. Un buen negocio. Este año habrá ingresado 103 millones de euros (un 28% más que en 2018). Una cantidad que no computa a efectos de ingresos de la iglesia como tal, porque las percepciones conjuntas de las 10 diócesis catalanas ascienden a 109,4 millones. Es decir, que los católicos catalanes ingresan un mínimo de unos 212 millones al año. Libres de impuestos, incluidos los 10,7 millones obtenidos por arrendamientos de inmuebles y los 5,5 millones de otras actividades económicas.
Al mismo tiempo, el obispado de Barcelona ha decidido mejorar la recaudación y lanzar una entrada conjunta para poder visitar la catedral, Santa María del Mar y Sant Pau del Camp. ¿Para rezar? ¡Por favor! El Dios al que los católicos veneran no dijo que hubiera que pagar para hablar con él. Más bien al contrario: en los evangelios puede leerse que la actividad mercantil está abiertamente reñida con la “casa del padre”.
Los evangelios son unos textos que los cristianos atribuyen a los cuatro evangelistas: Juan, Mateo, Marcos y Lucas. Los dos primeros fueron discípulos de Jesús; los dos últimos no figuran entre los llamados 12 apóstoles y los historiadores no creen que ninguno de los cuatro evangelios canónicos (están también los apócrifos) sean del siglo I. Entre los evangelios apócrifos hay uno atribuido a María Magdalena. No tiene carácter autobiográfico, lo que le hubiera añadido un plus. La cosa es que no todos los evangelios son de fiar, de modo que lo de que los cuatro que reconoce la iglesia son de inspiración divina es de libre creencia. Pro si te los crees, debes hacerles caso.
Hay serias diferencias entre ellos, pero un par de anécdotas de Jesús coinciden en los cuatro relatos. Una es cuando visita el templo y se lo encuentra lleno de mercaderes (como los de la Sagrada Família). Juan lo narra así (2,14) “Subió Jesús a Jerusalén y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto y no hagáis de la casa de mi padre casa de mercado”. Y en la versión de Lucas la cosa es aún más fuerte: “Escrito está: mi casa es casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones”.
O sea: si los católicos se guiaran por los evangelios, como dicen, no habrían montado esos negocietes en los puntos que ellos llaman de culto.
Pero hay más. Según cuentan Mateo y Marcos, los fariseos preguntaron a Jesús si había que pagar tributos. Y la respuesta de éste la reseñan como sigue: “Mostradme la moneda. ¿De quién es esta imagen y esta inscripción?. Y ellos le respondieron que del César. Entonces les respondió: Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Una afirmación que entra en contradicción flagrante con la exención de impuestos de la Iglesia, con la que el consistorio tuvo que pelearse seriamente sólo para que pagase la licencia de obras.
Se puede creer en los Evangelios y se puede no querer pagar impuestos. Las dos cosas a la vez parecen incompatibles.
Hay otro detalle: con la pasta que obtienen de aquí y de allá (no de trabajar la tierra ni de explotar las minas) los católicos siguen ampliando el negocio. Acaban de comprar una pastilla de terreno frente a la Sagrada Família, donde aspiran a expulsar a un número notable de barceloneses, que tienen allí su vivienda, con el objetivo de ampliar la estructura de un templo dedicado a un Dios que, según ellos mismos, exaltaba la pobreza y la entrega de los bienes propios para repartirlos entre los pobres.
No hay que ser demasiado irreverente para darse cuenta de que la actuación de la Iglesia en Barcelona puede muy bien ser definida así: ¡Es la hostia!