De Barcelona no se puede decir que “vista una, vistas todas”, como la lámpara de Aladino no se debe limitar a ser frotada solo tres veces. John Ruskin escribió que las lámparas de la arquitectura eran siete, que son las leyes que todo artista, a la hora de crear, debe tener en cuenta. Tampoco las ciudades invisibles de Italo Calvino son ciudades finitas: bastaría con alargar la conversación entre Marco Polo y Kublai Kan, emperador de los tártaros, y podríamos tener más.
Las visiones oníricas de Barcelona son muchas, son fantásticas, y son más reales que una Barcelona física como la que Ada Colau pudiera tener sobre el papel. Por eso, al volver a frotar la lámpara, se nos antoja ir atrás en el tiempo y concebir de nuevo una Barcelona amurallada. El lema de Ildefonso Cerdá y de la revolución del vapor era “¡Abajo las murallas!”. Y es cierto: en 1854 Barcelona era una especie de olla a presión a punto de explotar. Casi 150.000 personas vivían encerradas dentro de sus muros medievales con serios problemas de higiene. Pero la fábula de Aladino permite poner las luces largas y ver más allá.
Las murallas de la ciudad antigua nunca desaparecen, porque cuando se fundaba la ciudad romana nacía un ente sagrado, económico y político al mismo tiempo. Atravesar hoy las murallas por la puerta Porta Praetoria, Torre del Obispo, significa ingresar en un recinto magnético donde el espacio se hace opaco y misterioso. Cuando anochece en invierno, cae el sol, y la luz durante unos minutos se hace de color azul. Entonces, al mirar hacia el cielo, el horizonte se cierra en unas quebraduras de piedra que dibujan extrañas geometrías.
Desaparece el relieve de las cornisas, de los monstruos y los grotescos; desaparece el rostro de los amantes. El empedrado del suelo, lustrado por los siglos y por los turistas, agarra un brillo especial, entre satinado y mate, y esas piedras se hacen metálicas y aparentemente más duras. Son el suelo de la sangre, del asedio, de las lágrimas y las siluetas del pasado. Son la arena política de los condes-reyes, de los consellers y de los mercaderes sin título.
Es cierto que parte de ese misterio es de época romántica, y que el barrio Gòtic no deja de ser una monumentalización decimonónica de los alrededores de la catedral. O un artefacto turístico que se creó con partes de la ciudad medieval sacadas de la apertura de la Via Laietana. Todo eso es cierto. Pero la ciudad antigua resulta siempre de un corte estratigráfico, de una arqueología mental que permite soñarla tal y como realmente fue. Las sombras de la Barcelona romana son todavía muy alargadas y lo seguirán siendo. Eso también lo saben las ratas, descendientes directas de las del alcantarillado del subsuelo de la ciudad que construyó Caius Celius.
En los próximos meses parte de las ratas huirán de palacio. El nivel del agua política irá emergiendo y saldrán a flote inevitablemente, como ahogadas por un nuevo calentamiento global que las asfixia. Como si la ciudad se transformara en una Venecia donde la marea ha subido y políticamente ya no hay adonde agarrarse. Entonces, el genio de Aladino estallará en una carcajada y su figura de humo volverá a la lámpara, tal vez durante siglos, hasta que alguien más digno pueda volver a frotarla.