Hay distintos relatos sobre los intentos de suicidio del poeta argentino Jorge Luis Borges. Fue en el verano de 1937. El escritor fue rechazado de un modo hiriente por una señorita. En una armería de Buenos Aires compró un revólver, y en un almacén una botella de ginebra Bols. Luego, sacó boleto para el primer tren hacia Adrogué, pasaje de ida solamente. En el hotel “Las Delicias” eligió una habitación y pidió no ser molestado.
Sin desvestirse, se acostó en la cama, en la zurda la botella de ginebra, que bebió entera, y en la diestra el revólver que se llevó a la sien y apretó el gatillo. Los nervios o el alcohol, o ambas cosas, hicieron que la bala solo rozara su cabello, sin producirle ni un rasguño. Anochecía. Se durmió. Al día siguiente despertó y se dijo: “ya me suicidaré mañana”. Murió de cáncer hepático a los 87 años.
Los hombres somos avariciosos: queremos poseer. El divorcio de 1981, prometió una liberación de las cadenas; la ley del aborto de 1985 poseer la vida del no nacido; la ley de educación del 1990 iba a hacer a nuestros hijos más listos; la de matrimonios homosexuales prometió cotas de felicidad en 2005; la de violencia de género de 2004 nos adueñaba de una sexualidad cultural. Ahora queremos también ser dueños de la muerte con la despenalización de la eutanasia.
Porque los hombres somos avariciosos: “seréis como dioses”, prometió la serpiente a Adán y Eva. Pocos hombres y pocas mujeres no dejamos de pensar de sí y para sí, casi exclusivamente. Y, sobre todo, no dejamos de agarrarnos al placer de lo empírico porque lo vemos como algo muy seguro.
Salvador Paniker constituyó en Barcelona la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) y murió en 2017. En su libro Adiós a casi todo propuso incluir el testamento vital (voluntades anticipadas) en la tarjeta sanitaria. Defendió despenalizar el suicidio asistido para los ancianos cansados de vivir. Quería que también fuéramos dueños de la muerte.
En 2018 el Colegio Oficial de Médicos de Barcelona señalaba “el peligro de interpretar la sedación terminal como una especie de eutanasia encubierta.” “Sedación es aliviar el sufrimiento, mientras que eutanasia es provocar la muerte para eliminar el sufrimiento.” “En la sedación los fármacos y las dosis se ajustan a la respuesta del paciente (…); en la eutanasia hacen falta fármacos y dosis letales que garanticen una muerte rápida.” “El debate, en términos de regulación y despenalización de la eutanasia, no es únicamente médico sino social, político e ideológico”, escribieron con razón, pero ambiguamente.
Es cierto que Barcelona no invita a morir sino a vivir. Y sin embargo quienes sufren -ancianos, enfermos- están tan solos que mueren solos, sin que nadie les empuje; especialmente si no hay una suculenta herencia que grite desde lo más hondo a la parentela o al Ayuntamiento. Con la despenalización de la eutanasia somos especialmente hipócritas porque nos adueñamos de la vida ajena para vivir mejor la nuestra, personal y socialmente.
Morir en Barcelona, porque la muerte llama o porque uno llama a la muerte cuando es empujado a decidirse, es siempre lo mismo y lo dijo Borges: “No queda la noche; muero y conmigo la suma del intolerable universo; borro las pirámides, las medallas, los continentes y las caras; borro la acumulación del pasado; hago polvo la historia, polvo del polvo; voy mirando el último poniente; oigo el último pájaro; lego la nada a nadie.”
Barcelona promete muchas cosas; por su alto nivel de asistencia médica promete también morir sin dolor. Sin embargo, ni nuestra bella ciudad ni ninguna pueden prometer que el paraíso esté en la tierra, ni pueden prometer que jamás veremos el rostro ambiguo de la muerte. Porque se nos ha prometido poseer la tierra, pero no ser dueños de la vida.