Pensaba titular esta columna Smells like tech spirit, así, en inglés, para hacerme un poco el listo y rendir un oblicuo homenaje a la canción de Nirvana Smells like teen spirit; pero, estos días, Barcelona no huele a espíritu tecnológico, sino a desesperación ante el lucro cesante promovido por la anulación del Mobile a causa del malvado coronavirus. No sé a qué olía el espíritu adolescente del que hablaba el difunto Kurt Cobain, pero aquí huele a muerto y a ganas de poner en práctica el famoso refrán español que reza De lo perdido saca lo que puedas.

Ya sabemos que somos una ciudad de mercachifles peseteros -maldigo a quién se le ocurrió, en referencia a Barcelona, lo de la millor botiga del mon: ¿quién quiere vivir en una tienda?-, pero esta campaña para pillar algo a costa de un congreso no celebrado roza, en algunos aspectos, la indignidad. Bueno, la anulación ya fue indigna: las grandes empresas del sector no sufrían ante una posible epidemia del coronavirus entre los congresistas, sino a causa de las indemnizaciones millonarias que podrían verse obligadas a pagar si los juerguistas de la credencial colgada al cuello pillaban en nuestra ciudad algo más que la sífilis o un coma etílico. Una vez anulado el evento, lo más digno era plegar velas y esperar al año que viene para volver a cargar las facturas de restaurantes y hoteles. En vez de eso, no hemos sacado de la manga el Tech Spirit, como nos inventamos -cuando Maragall propuso una feria de muestras para un año en el que no tocaba celebrar ninguna- el Fórum de las Culturas (que acabó siendo, gracias a unas figuras chinas de terracota, el Fórum de las Esculturas).

No negaré que la cosa tiene cierta excusa: las pequeñas empresas locales pueden dedicarse a sus cambalaches en ausencia de las majors y tratar de sacar algo del asunto. Pero esa excusa no la hago extensible a todos los que pensaban forrarse, como cada año, con las necesidades de alojamiento y alimentación de los congresistas (no sé si los burdeles también están de oferta, pero no me extrañaría). Ahora, ante el plantón, los restaurantes ofrecen menús con paella por veinte tronchos y los hoteles rebajan a ciento y pico euros las habitaciones que costarían más de setecientos durante la celebración del Mobile, demostrando unos y otros que los onerosos precios previstos para los congresistas eran un abuso y, prácticamente, un timo.

Soy consciente de que impera la ley de la oferta y la demanda, pero habría que hacer algún esfuerzo para que no se notara tanto. Y, sobre todo, para no dar esa imagen de ciudad de servicios, de urbe genuflexa ante el guiri con pasta, de enclave provinciano donde los locales ejercen de camarero o de Kelly. Mucho pedir, me temo, para los actuales empresarios de esta nación milenaria.

El Mobile y el coronavirus contribuyen, ciertamente, a eso que los anglosajones definen en brillante neologismo como clusterfuck (insólita acumulación de desgracias), pero estas rebajas de febrero confieren a la ciudad un aire muy cutre. Ni tech spirit ni nada. El espíritu es el del tendero que baja los precios de una mercancía a punto de pudrirse para intentar sacar algo. Y ese espíritu no es el de las grandes ciudades. Aunque nadie ha dicho que Barcelona sea una gran ciudad, no estaría mal, de vez en cuando, comportarnos como si lo fuera.