Ni turistas, ni apartamentos turísticos, ni cruceros, ni hoteles, ni aviones, ni automóviles, ni autocares, ni contaminación, ni terrazas, ni bares, ni centros de ocio, ni comercios consumistas, ni iglesias, ni congresos, ni coches de alquiler con chofer, ni lujos… Simplemente, nada. Únicamente colas en los mínimos establecimientos, supermercados y grandes superficies que quedan abiertas. Es la ciudad soñada por Ada Colau. La de su escuálida mentalidad ideológica desde que viajaba subvencionada por ciudades como la Habana o la Caracas de la escasez, la falta de productos de primera necesidad, las estanterías vacías o las restricciones. Pero con excedentes de comisarios de partidos dictatoriales y tiranos de más ínfima calaña que los de las novelas de Valle Inclán, Miguel Ángel Asturias o García Márquez.
A causa de otra de las cíclicas plagas de la humanidad, la alcaldesa ya no tiene quien le escriba su fantástica gestión y geniales utopías de una ciudad feliz y pluscuamperfecta. Porque ningún cronista, desde el primer diario de Barcelona, topó jamás con el panorama actual. Se cita que lo más parecido fue la gripe de 1918 que narró Josep Pla. Aunque si se consultan las hemerotecas se comprueba que entonces la vida cotidiana y la actividad social y económica continuaban pese a los miles de difuntos. Poco hay más difícil para un cronista que describir las arenas de un desierto o las cenizas de un bosque quemado. Sin ruidos, colores, movimientos u olores. Sólo nada. El resto, tópicos literarios. Ahora, en Barcelona, ni eso. Las imágenes llenas de vacíos reflejan mejor una desolación inenarrable.
Mientras, la alcaldesa ha vuelto a sus anteriores faenas de ama de casa. A tender la ropa o a elaborar pan con tomate como demostró que sabía hacer en aquella graciosilla televisión que fue pública y ahora es un Nodo amarillo. Durante su primera mala semana de auto-reclusión propagandística, Colau ha hecho declaraciones innecesarias, tópicas, fuera de lugar o retardadas, como son muchas de las suyas. “Colaboración y coordinación”, cuando ya se había hecho desde instancias más altas. “Intervenir la sanidad privada” cuando ya lo estaba. “Bajar el ritmo” cuando ya no lo había. Proponer “pequeñas actividades que no paren la ciudad” para luego prohibir hasta que los ancianos cuiden aquellos huertos urbanos que iban a ser la arcadia feliz de pisito y lechuga de proximidad.
Ella, sin embargo, no ha parado de regar su jardín de votos con millones de euros públicos donados a su machihembrado de entidades y amistades con perfume de caciquismo de nueva casta. Lo que no ha logrado es que desaparezcan de su Comuna de Barcelona las personas uniformadas que velan por la seguridad. Porque a pesar de su fobia y alergia a todo lo que sean uniformes, leyes y orden, el estado de alerta la ha degradado. Ya no es la comandante en jefe y no pinta nada en la Guardia Urbana. A las personas uniformadas y a las que no son okupas, ni antisistema ni activistas agresivos les alivia el cuerpo y el alma.
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Joaquim Roglan es Doctor en Periodismo y profesor universitario retirado