Hasta ahora, Cataluña ha perdido ya unos 250.000 empleos por culpa de la pandemia. Unos 200.000 de ellos en la provincia de Barcelona. Son pérdidas temporales o, al menos, eso parece. Pero habrá más. El miedo al contagio del coronavirus (perfectamente fundado), asociado a la debilidad de una sanidad mermada por los recortes, provocará más expedientes de regulación temporal de empleo. Unas empresas cierran porque son actividades no esenciales; otras, inducidas por la bajada del consumo o porque producían complementos para las empresas que tienen que cerrar.
Algo tendrá que ver con esto la tendencia al monocultivo turístico del empresariado catalán. En realidad, duocultivo: el empresariado local ha tendido a sacar las empresas de Barcelona para construir en los solares y luego a venderse las empresas que funcionaban para invertir en dos sectores: turismo y construcción. La crisis de 2008 pinchó (parcialmente) la burbuja constructora. La actual está pinchando la del sector turístico. Y castiga especialmente a Barcelona y su entorno. Como la ley electoral, que los dos estatutos obligan a cambiar y que los independentistas, con mayoría en el Parlament y que dicen ser demócratas, no cambian porque les beneficia.
En toda Cataluña hay unas 630.000 empresas, de las que 516.000 están en la provincia de Barcelona. El mismo territorio castigado que se resiste a dar la mayoría real al independentismo, que sólo lo obtiene sobre la base de una ley electoral injusta. El total de empleados en Cataluña (hasta la declaración del estado de alarma) era de 3,4 millones; de ellos, 2,5 millones, en la provincia de Barcelona. De estos, 1,7 millones en el sector servicios, donde se ha refugiado el dinero sacado por la burguesía catalana de haber vendido sus industrias al capital foráneo. El tejido empresarial barcelonés es el más castigado por la pandemia (es un decir, en realidad los más castigados son los empleados) porque buena parte de él es producción no esencial.
Cataluña sufre un notable desequilibrio territorial que una ley electoral que castiga a Barcelona y a los barceloneses no ha conseguido corregir durante más de 40 años. Pero las cosas son como son: de las empresas barcelonesas, más de dos tercios corresponden al sector servicios. Unas 82.000 están especializadas en el turismo; la mitad, dedicadas a la hostelería. Buena parte de esa burguesía con ocho apellidos catalanes y antepasados estraperlistas invirtió en el turismo con el convencimiento de que el sol no se acabaría nunca y pensando que, aunque destrozaran las costas a base de cemento, siempre habría alguien dispuesto a recalificar unos huertecillos donde construir un campo de golf rodeado de chalecitos o un hotel frente a una cala. Cuando no, se podría revisar la calificación agrícola del delta del Llobregat para permitir hacer casinos y puticlubs. Esa era la política de los partidos de la estelada: la especulación del suelo al amparo del torrente turístico.
Pero llega el coronavirus y deja a los promotores en cueros.
La población barcelonesa (y la catalana, en general) sufre duramente las consecuencias de la pandemia porque Artur Mas hizo todo lo que pudo para cargarse la sanidad catalana, recortando sus partidas y encargando a Boi Ruiz que privatizara todo lo que oliera a dinero. Cada vez que alguien vaya a Sant Pau, a Vall d’Hebrón, al Clínic, a Bellvitge y no pueda hacerse la prueba del coronavirus o carezca de tratamiento inmediato, que haga examen de conciencia y piense a quién votó en las últimas elecciones. Después de todo, el partido del 3% no ha engañado nunca a nadie que no quisiera previamente ser engañado. Cuando se llamaba Convergència tenía incluso una tendencia en su seno cuyo nombre era una declaración de intenciones: “sector negocios”.
Barcelona sufre en parte el paro de hoy, por temporal que sea, porque se han promovido inversiones turísticas pensando en el dinero rápido, gracias en parte a empleos precarios y de escasa cualificación. Frente al lucro inmediato de un hotel o el más lento de empresas productivas, los empresarios de ocho apellidos catalanes y los inversores de cualquier otra parte no tuvieron dudas. Ahora el virus asusta a los turistas y la factura la pagan los de siempre. Los inversores se limitan a pasar la nómina de sus trabajadores al sector público (que hace bien en pagarla) y a esperar que vuelva a salir el sol.