Muchas veces me he paseado por el cementerio de Montjuïc, que se construyó en la ladera de la montaña para desahogar los camposantos de Pueblo Nuevo, Horta, Sants, San Gervasio, Les Corts, San Andrés, Sant Genís dels Agudells y Sarrià. Fue en el mes de marzo de 1883 cuando se inauguraba, proyectado por el entonces arquitecto municipal Leandre Albareda, que había coincidido con Antoni Gaudí en la Escuela de arquitectos.
Nuestros ciudadanos más ilustres y también los menos queridos, tienen aquí su sitio: Isaac Albéniz, Santiago Rusiñol, Lluís Companys, Francesc Macià, Anselm Clavé, Buenaventura Durruti... Lo escogió Pedro Almodóvar para rodar Todo sobre mi madre, donde el personaje de Penélope Cruz va a ser enterrado. En él trabajaron grandes artistas como Eusebi Arnau, Josep Llimona, Jaume Barba y muchos otros.
Hasta aquí no hay nada nuevo: los hipogeos, panteones, templetes y estatuas modernistas, neogóticos, realistas y neoegipcios se alzan en silencio recordándonos una máxima del Siglo de Oro europeo, que parece derivar de un verso de las Geórgicas del poeta Virgilio: “tempus fugit”. Una frase que llamó a la puerta de tantas personas cuando la gripe española, entre 1918 y 1920, se cobró la vida de más de 40 millones de personas en todo el mundo. Muchas de sus víctimas yacen también en Montjuïc esperando la resurrección de los muertos.
No importa haberme alargado en la introducción a este artículo porque la carroza fúnebre es lenta, los caballos no tienen prisa y los enterradores saben que eso ya no hay quien lo remedie. Ayer estuve en el cementerio, pero no precisamente de paseo. Fui con un comité de seis personas a enterrar a un amigo, que no ha muerto de coronavirus sino de muerte simple: sirviendo a los demás con una vida que exprimió como un limón. Se trata de Joan Valls Julià, aparentemente uno más de los que allí descansan. No hubo flores, no hubo lágrimas, no hubo fotografías sensibleras.
Fuimos con las máscaras de la muerte, los guantes de la asepsia, la sospecha de la plaga. Rodeados de túmulos e hipogeos artísticos, las estatuas de mármol de ángeles y cariátides del más allá nos miraban fosilizadas como la estatua de sal de la mujer de Lot. Las sogas que dejaban caer el féretro al abismo crujían y, ya bajo tierra, sonaba la acústica de los albañiles sellando la lápida mortuoria. Ahí bajaba el cuerpo de Joan Valls, el gran pedagogo de la libertad, el pequeño hombre que tocaba el clarinete, el espíritu libre que hemos conocido en nuestra gran familia de desconocidos.
Un amante de la vida ordinaria que supo vivir lo extraordinario de lo ordinario. Días antes, ya en agonía, le besé las manos y chocamos nuestros cráneos de forma cómplice. Me dijo: “Esta experiencia es muy interesante. En el Cielo te seguiré contando”, y nos despedimos con un “hasta luego”. Joan Valls: maestro de maestros, guía de santos, espíritu puro, amante del estudio y pedagogo universal. Amigo de los niños, abuelo de los abuelos y hermano de todos.
El ritual del sellamiento del panteón es siempre rocoso, aunque a uno se le entierre en un nicho. La tierra llama a la tierra y tras depositar el cuerpo inerte de Joan, donde él ya no vive, los rodillos de madera hicieron deslizarse la gran losa, que no pesa sobre nadie porque ya no queda nadie. El encaje de la piedra sobre el vacío hacía recordar el relato del evangelista Mateo acerca del sepulcro de Jesús: “y lo puso en su sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue.”
Pero Joan no fue uno más: fue enterrado en la roca, privilegio solo de reyes o de personajes de gran categoría y prestigio social: “¿Qué haces aquí? ¿Quién te dio permiso para cavarte aquí un sepulcro? ¿Por qué tallas en las alturas tu lugar de reposo, y lo esculpes en la roca?” (Is 22,15).
Muchas y muchos se enferman, sufren y mueren en estas semanas devastadoras. Es preciso reflexionar sobre el surco que estamos dejando atrás: en nuestras familias, nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros colegas. El cementerio de Montjuic y sus estatuas desearían no esperar a más gente, ni ahora ni nunca; pero es una máquina implacable. Es particularmente urgente imitar el ejemplo de personas como el amigo Joan que, en silencio, con la vida ordinaria, han sabido ser como sacerdotes de su propia existencia. Ánimo a todos y a todas, en estos días de incertidumbre.