Algunos agentes de la Guardia Urbana han multado a varios sin techo por no estar confinados en su casa. Un asunto peliagudo porque los sin techo, por definición, carecen de casa. Son pobres de solemnidad y no pueden pagarse una vivienda. La vivienda es ese derecho que reconoce la Constitución pero lo hace, por lo visto, en un artículo que no es de obligado cumplimiento. No como los
que hablan de banderas o cosas así.
Los sociólogos distinguen entre derechos de primera, de segunda e incluso de tercera generación. Por debajo están los que no tienen derechos de ningún tipo. Antes se les llamaba pobres. Ahora, la sociología ha descubierto tantos grados de pobreza, que la palabra ha caído en desuso. En su lugar se utilizan eufemismos: sin techo, precarizados, marginados, inmigrantes, refugiados. Lo que se quiera, pero lo que de verdad los define es que son pobres: no tienen acceso ni a vivienda ni a comida ni a una higiene en condiciones. Lo más básico.
También tienen problemas para acceder a un puesto de trabajo, en general debido a problemas en el proceso de formación, y no siempre son atendidos debidamente en la sanidad, no por culpa de los sanitarios, sino porque a veces no se atreven ni a acudir a esos servicios. Ahora, los mapas sobre las afectaciones del coronavirus muestran que las poblaciones más afectadas por el contagio son, cómo no, las más pobres. En Barcelona y su entorno, los porcentajes de contagio son mayores en Nou Barris que en Sant Gervasi; en Viladecans que en Sant Cugat.
El Ayuntamiento se ha apresurado a declarar que, si se ha denunciado a algún sin techo ha sido un malentendido. Se trata de un error que será corregido. Menos mal. No siempre los concejales reaccionan así. Hace un tiempo, un sin techo fue denunciado por orinar en la calle. Una cosa fea y maloliente, sin duda. Adecuadamente prohibida para los humanos, incluidos los sin techo, aunque consentida para los más de 200.000 perros con techo que se pasean por Barcelona. Será que sus orines son menos ofensivos que los de los pobres.
Un empleado de Cáritas, sorprendido y alarmado, llamó a un periodista que, a su vez, quiso confirmar la noticia con el Ayuntamiento de Barcelona. Supuso que era un asunto de los servicios sociales. Grave error, el entonces encargado del asunto, Ricard Gomà, que encima era miembro de ICV, es decir una formación de izquierdas, le hizo ver su equivocación: una multa era competencia del concejal de Hacienda; que fuera a un sin techo resultaba irrelevante.
Las ordenanzas son las ordenanzas y el periodista se había equivocado de negociado. Él, de asuntos así, no quería saber nada, los pobres no eran de su incumbencia. Se comprende: a los pobres no los quiere casi nadie. Por eso, les han quitado hasta el nombre y ya ni siquiera se les llama pobres. Hace algún tiempo, la Open University impartió un curso titulado Haciendo frente a la desigualdad de riqueza y de renta. En él se analizaba cómo se había afrontado el problema de los sin techo en diversas ciudades. Una de ellas, Chicago, había decidido dotarles de viviendas, modestas, pero dignas. Se les imponían algunas condiciones, entre ellas, cierta limpieza y no compartir el local con otras personas.
El resultado era que una gran parte de los beneficiados recuperaban cierta autoestima y se reintegraban más fácilmente que los que seguían en las calles. En el peor de los casos, no morían en la indigencia más absoluta. A esto hay que añadir un segundo aspecto nada baladí desde una perspectiva de capitalismo descarnado: resultaba más barato para las arcas públicas. Conclusión no apasionada: combatir la pobreza con justicia social es más barato que incrementar las injusticias.
Hoy la pandemia amenaza los ingresos de no pocas personas y se vuelven a alzar voces que ponen de manifiesto que la renta mínima garantizada podría ser una solución mejor que la pobreza generalizada. De hecho, si existiera, muchas de las medidas complementarias adoptadas de urgencia por el Gobierno no hubieran hecho falta. Quizás valga la pena recordar lo que escribió el filósofo estadounidense Richard Rorty (Filosofía y futuro, Gedisa): en una sociedad plenamente democrática no habría sufrimiento innecesario. Hoy por hoy, los pobres sufren. En todos los frentes. Y no está claro ni que sea necesario ni siquiera que sea más barato.