En las comarcas gerundenses, a los de Barcelona se nos conoce -quiero creer que cariñosamente- como camacus o pixapins, mientras que nuestra querida ciudad, Barcelona, recibe el simpático apelativo de Can Fanga (creo que el origen se remonta a un pueblerino que visitó la capital in illo tempore y se la encontró llena de barro tras unas inundaciones). Tengo la impresión de que barceloneses y rústicos nos soportamos mutuamente más de lo que nos apreciamos: nosotros disfrutamos de sus bellos parajes naturales y ellos nos sacan los cuartos de manera implacable. Aunque tengamos una casa en el pueblo que sea, nunca se nos acaba de considerar de allí, pues parece que ése es un privilegio prácticamente imposible de alcanzar. Con que nos dejemos la pasta en sus tiendas, hoteles y restaurantes, ya se dan por satisfechos: todo lo demás sería sobreactuar.
Con el coronavirus, no puede decirse precisamente que las relaciones entre la ciudad y el campo hayan mejorado. Más bien al contrario. De repente, el propietario de una segunda residencia en el Ampurdán o la Cerdaña se ha convertido en una especie de alien monstruoso que aparece para contagiar a los lugareños la enfermedad. Una cosa es esquilmar a los de Can Fanga sin piedad a lo largo del año (y con especial virulencia en el período estival) y otra permitir que se te cuelen en tu precioso pueblo a amargarte la vida. En injusta reciprocidad a esa actitud, no han faltado representantes de Can Fanga que han cargado en las redes sociales contra los rústicos, acusándoles de ser unos muertos de hambre que nos deben la vida a los de Barcelona y exigiéndoles que se callen la boca. Unos y otros se han pasado ligeramente de frenada, y no parece que una pugna entre la ciudad y el campo sea lo que más necesitamos en estos momentos.
Algunos urbanitas tienen cierta razón: el confinamiento les pilló en el pueblo y ahí se quedaron. Otros, más señoritos, sostienen que ellos van a su segunda residencia cuando les sale de las narices y el que venga atrás, que arree. Y algunos, desde el medio rural, aprovechan para sacar al exterior el rencor que siempre han sentido hacia los señorones de la gran ciudad, cuyas casas limpiaban, en algunos casos, antes de que el turismo y la burguesía los hicieran millonarios.
Cataluña es lenta a la hora de conceder la nacionalidad. Nunca acabas de ser de aquí. Y los gobiernos de la Generalitat se han dedicado con afán a demostrar que, si no eres catalanoparlante e independentista, no eres un genuino catalán. La actual bronca entre la ciudad y el campo, entre pixapins y vilatans, es una versión reducida y aún más mezquina de ese racismo larvado que existe en Cataluña y que la autoridad incompetente fomenta. El rencor del rústico y el desprecio del urbanita siempre han estado ahí, pero situaciones como la actual les dan alas. Cuando pase esta desgracia, más valdrá que todos nos pongamos de acuerdo en lo fundamental: que lo nuestro es un matrimonio de conveniencia en el que ni hay amor ni tiene por qué haberlo. Los de Can Fanga queremos la belleza de la naturaleza y los que han nacido en ella nos la venden a precio de oro. Así ha sido siempre y así volverá a ser cuando el coronavirus se convierta en un triste recuerdo.