Barcelona por desgracia es una ciudad muy cara, y más si hablamos de lo que vale una vivienda. Porque estadísticamente está demostrado que tenemos que dedicar un promedio de 31 años de nuestra vida en poder adquirir una. Y si lo que queremos es alquilar un piso, tendremos que destinar un 39% de nuestro sueldo para poder conseguir un alquiler digno. Un alquiler que en la mayoría de los casos se nos hace difícil sufragar ya que representa una cantidad importante de nuestro salario. Y esto sin entrar a valorar los barrios en los que tanto el alquiler como la venta se dispara. Barrios que aumentan el precio porque están situados más apartados del centro de la ciudad, y conlleva una menor densidad de habitantes. La demanda de las clases con las rentas más altas valora alejarse de un centro masificado. Por algo será.
Pero a pesar de todo, en el centro de la ciudad es donde se concentran mayor número de personas solteras y en algunos casos extranjeras, y que hacen honor a la definición de que la ciudad es un complejo de individuos que deciden vivir juntos. La demanda de estas zonas lógicamente crece y contribuye a la problemática de la gentrificación de los centros históricos. El trabajo a distancia y en remoto ha contribuido que muchos jóvenes profesionales hayan preferido nuestra ciudad para vivir, y esto también ha ayudado a desplazar a los antiguos residentes fuera de la ciudad, elevando los costes de alquiler. Y si a esto añadimos que la inversión inmobiliaria sorprendentemente prefiere invertir, no en los barrios más caros, sino en los que tienen los alquileres más bajos, provocando de esta manera una subida escalonada de precios, al ser la rentabilidad mayor entre precio de compra y el precio de alquiler, pues tampoco ayuda mucho que digamos. En definitiva la ciudad se convierte en un coctel de intereses de difícil pronóstico, y que lleva a acrecentar la problemática habitacional ya muy mermada de por sí.
Superada la crisis sanitaria actual, Barcelona se ha caracterizado por ser una ciudad donde el diseño y la creatividad han dibujado su historia. Una ciudad moderna que está invadida por la luz mediterránea. Una ciudad en alquiler para todos aquellos que buscan una ciudad activa, de ferias, de congresos, actividades, exposiciones, y un amplio abanico cultural que hace que la ciudad pueda tener vida propia. En los años 90 se hizo servir la palabra Modelo Barcelona para entender el proceso de renovación urbana y el éxito urbanístico y económico que supuso la transformación de la ciudad. Una transformación que vino de la mano de la implicación de la ciudadanía y de la conjunción de los partidos políticos por encima de las ideologías partidistas.
Sin embargo, para hacer un poco de historia, habría que decir que Barcelona es una ciudad dura, nacida de un urbanismo proyectado por Cerdá que se implantó y compactó más allá del propio diseño de Cerdá. Una concepción de ciudad moderna con un criterio urbanístico que se adelantó a su tiempo, pero que propició, gracias a la especulación, una renovación urbanística sin precedentes que construía la nueva ciudad a base de cemento y de excesiva densidad edificatoria. El resultado fue un urbanismo muy denso, en el que el verde, el asoleo, el agua de las fuentes y estanques quedó arrinconado por la ferviente y devoradora usurpación del lápiz constructor. Una ciudad que materialmente creció de una forma muy rápida y perdió la escala humana del paseo. Una escala peatonal que en la actualidad con tristeza se hace difícil entender, porque l’Eixample propició una circulación rodada, hoy en día desenfrenada, que sin duda estamos pagando.
Dejando de lado el urbanismo, la conflictividad creciente que existe hoy en día en esta ciudad ha puesto en crisis el enamoramiento que tenían de ella sus ciudadanos. El modelo Barcelona ha sucumbido a la dejadez. En la actualidad ha pasado de ser una de las ciudades más deseadas de Europa a ser una ciudad donde se hace casi imposible vivir. Un entusiasmo que los habitantes de la ciudad han perdido. Hemos olvidado el recuerdo de aquella Barcelona de las Olimpiadas, cuando fuimos el centro del mundo, y nuestra ciudad respondió al reto situándose entre una de las principales urbes europeas. Un modelo Barcelona que nunca tuvo que desaparecer.
Un ejemplo muy claro de esta desazón que tenemos son la queridas Ramblas barcelonesas, uno de los lugares más atractivos de nuestra ciudad, donde paseábamos contemplando los quioscos de flores con una multitud de gente cosmopolita que hacían las delicias del paseante. En la actualidad nos encontramos con una caricatura de lo que fue. El colorido de su primitiva atmosfera se ha transformado en un ir y venir de turistas, por desgracia de no muy alto nivel, y con la inseguridad presente a todas las horas del día. Una autentica lástima. Y esto claro está antes de este tsunami sanitario que nos ha tocado vivir.
Los desafíos de Barcelona tienen que ver con su imagen. La marca Barcelona que tan difícil fue conseguir, no corresponde con la actualidad que se nos presenta. Un futuro que para dejar de ser incierto tendría que volver a posicionar Barcelona con el merecido prestigio que hoy por hoy está perdiendo. El proyecto municipal que la ciudad necesita tiene que solventar los problemas acuciantes que tiene nuestra ciudad, y que pasan por solucionar el acceso a la vivienda, sobre todo con los de menos recursos económicos, la inseguridad alarmante y un tráfico congestionado. Problemas que vienen de lejos, pero no por ello habrá que acometer. Un reto que tiene nuestra administración para poder alcanzar y posicionar Barcelona como ciudad humana y sostenible, en la que el Modelo Barcelona vuelva a tener vigencia de la mano de la política y de la ciudadanía. Como así fue. Una ciudad que siempre ha sido el orgullo de todos sus habitantes y donde valga la pena vivir. Una vez alcancemos la normalidad y dejemos atrás la anomalía de esta situación actual, no tendríamos que dejar pasar la ocasión para exigir a nuestros dirigentes definir aquella Barcelona que nunca se tuvo que desdibujar.