La historia juzgará al actual gobierno de Barcelona por su gestión para superar las consecuencias del coronavirus. Es el momento de endeudarse, pero también de recuperar la ambición y de priorizar el interés global a los deseos partidistas. La denominada ciudad de los prodigios es, hoy, una ciudad con muchos tics provincianos, acomplejada, capaz de despreciar un proyecto tan ambicioso e ilusionante como el Hermitage.
Los recelos de los comunes, sus fobias, desgraciadamente, son normales. Van con la etiqueta. La misma formación que despotricaba contra el Mobile y la Agencia Europea del Medicamento reniega ahora del Hermitage con la excusa de que se trata de un proyecto “para un solo público”, según Janet Sanz, una teniente de alcalde que va como una moto pese a su total desprecio de la industria automovilística.
Sanz hace un ejercicio de funambulismo cuando habla del Hermitage, tal vez porque su metedura de pata con el futuro de Nissan fue de campeonato. No le gusta el debate sobre la pinacoteca ni su impacto en la ciudad. Ni le interesan los puestos de trabajo ni le importa la imagen de Barcelona. La contaminación es su monotema.
Más escondido está Jaume Collboni, el líder del PSC en el Ayuntamiento de Barcelona. El Hermitage incomoda a los socialistas, preocupados por evitar un choque con los comunes en un tema con sensibilidades distintas. Figura clave en la recuperación económica de la ciudad con el acuerdo sobre las tasas de las terrazas y el nuevo presupuesto, Collboni opta por un perfil muy bajo en su negativa a la filial del prestigioso museo de San Petersburgo. El PSC, históricamente, se movía en otra dirección.
El debate del Hermitage también constata la empanada de ERC, de un Ernest Maragall imprevisible que parece no haberse recuperado del golpe que supuso el pacto de gobierno entre comunes y socialistas. Su abstención retrata una oposición tibia y servil, alejada de las críticas de su antecesor, Alfred Bosch, mucho más combativo en sus desavenencias con Colau y compañía.
Barcelona pel Canvi, Ciutadans, Junts per Catalunya y PP se postularon a favor del Hermitage, un proyecto de ciudad que los comunes han dotado de una absurda carga ideológica. Colau ha ganado una guerra que pierde Barcelona y el sentido común. Con ella en la alcaldía, la ciudad encoge y poco queda del espíritu olímpico del 92. Un legado que ella misma despreció hace tres años, más preocupada por otorgar contratos a dedo a entidades amigas que por repensar una Barcelona poderosa y capital de una gran metrópoli. Con Colau y sin Hermitage, la Barcelona pinta mal.