Los nuevos episodios de coronavirus están alargando más de lo previsto la aplicación de medidas sanitarias especiales, sobre todo las que se refieren a la distancia entre las personas. Todas ellas afectan a la industria del turismo y el ocio. Con razón, un reciente sondeo del Gremio de la Restauración de Barcelona señala que el 56% de sus afiliados cree que deberá reducir plantilla para mantener la viabilidad del negocio; de hecho, casi un 40% se ha planteado bajar la persiana.
Pese a señalar con razón que los ERTE no son más que un paliativo, siguen pidiendo más ayudas a la Administración e incluso tratan de obtener rebajas en las rentas de los alquileres, un intento que al parecer fracasa en la mayor parte de los casos, en especial cuando el propietario no es un particular sino una empresa inmobiliaria.
Solo basta con pasear por las calles de Barcelona para ver la cantidad de locales comerciales que han quedado vacíos y que vienen a sumarse a los que la recesión de 2008 había dejado fuera de juego debido a la propia crisis y a la proliferación de cadenas que solo se instalan en zonas de tráfico peatonal intenso y con superficies más grandes.
Es imposible saber cuánto van a durar los efectos del coronavirus en la movilidad y en el turismo, todo dependerá de la vacuna, pero seguro que serán más de dos años. Además, no hay que descartar que los gobiernos aprovechen cualquier dato negativo o mínimamente sospechoso para incitar a sus ciudadanos a que eviten gastar fuera del país: acabamos de ver la celeridad con que algunos han actuado, incluso contra destinos como Portugal, en mejores condiciones que España.
A estas razones más coyunturales se pueden unir otras más profundas, como la competencia de sol y playa en destinos más baratos o el despertar de una conciencia que alerte –de verdad-- de los peligros de la insolación para las pieles sensibles del norte de Europa.
Si hasta ahora era la masificación la principal amenaza de la industria turística local, es posible que en el futuro los desafíos sean otros. La pandemia ha hecho ver, incluso a los turismofóbicos, que necesitamos a los visitantes. Pero nos descubre a la vez que tenemos una dependencia excesiva de esta actividad, que casi se ha convertido en monocultivo en determinadas zonas. Y ahora vemos que tenemos una oferta tan desproporcionada como excesiva era la demanda –y volátil-- de turistas, y que deberíamos aprovechar el momento para una reconversión a fondo de esta industria.
Para empezar, con el urbanismo de la ciudad. El Ayuntamiento de Barcelona está preocupado desde hace tres años porque cree que hay un exceso de plazas de aparcamiento que provocan un efecto llamada sobre los coches particulares. Pero de lo que debería preocuparse es de dar una solución a los promotores para que dejen de hacer locales comerciales en los bajos en los edificios, unos espacios que en muchos barrios de la ciudad terminan siendo un nido de porquería y de insalubridad. ¿O ahí no ve el consistorio un exceso de oferta?
El mismo derecho que asiste a bares, restaurantes y hoteles para pedir dinero público, asiste a la Administración para poner orden en el sector de modo que oferta y demanda guarden la proporción que necesitan la ciudad y sus habitantes. Los recursos del Estado deben orientarse hacia actividades viables. Si el PIB español del segundo trimestre ha caído ocho puntos por encima de la media europea, y ha sido precisamente porque dependemos en gran medida del turismo –más del 14% del PIB de Barcelona procede de esta actividad--, está claro que hay algo que falla. Hace apenas dos décadas fue la burbuja inmobiliaria, que estalló y nos dejó al borde del rescate. Ahora lo estamos viendo con la turística.
El consistorio debería tomar la iniciativa, pero antes tiene que saber qué quiere hacer con la ciudad y buscar la complicidad de los barceloneses. Debe acabar con los bandazos: hasta hace dos días, perseguía las terrazas de los bares y restaurantes, pero ahora invade la calzada para que los veladores crezcan como setas allí donde se lo piden. Me apostaría algo a que ni siquiera se toma la molestia de exigir a las empresas que demuestren que pagan sus impuestos y que tienen contratados legalmente a sus empleados antes de abrirles más espacios públicos.