Los contagios del coronavirus no cesan en Barcelona y su área metropolitana, pese a las normas dictadas por el gobierno catalán. Normas que tienen que ser corregidas una y otra vez porque no se adaptan al marco legal vigente. ¿Para qué están los servicios jurídicos? O será que tal vez ni siquiera se les pide la opinión. Porque el caso es que cuando las diversas administraciones anuncian que van a perseguir el botellón, tal vez olvidan que no hacen falta más normas.
El artículo 46 de la Ordenanza municipal sobre la convivencia dice taxativamente que el Ayuntamiento de Barcelona “velará porque no se consuman bebidas alcohólicas en los espacios públicos”. Eso en el apartado 1. En el siguiente, especifica que la prohibición rige cuando “se haga en envases de cristal o de lata”, con la excepción lógica de que el espacio público esté reservado para esa actividad como “veladores o terrazas” o se cuente con la autorización oportuna, punto que está pensado para fiestas mayores y otros acontecimientos por el estilo.
Hay otra norma que afecta a todo el territorio español en el que, mal que le pese a los carlistas, sigue incluida Barcelona y Cataluña entera; es el artículo 37.17 de la Ley de seguridad ciudadana que prohíbe “el consumo de bebidas alcohólicas en lugares, vías, establecimientos o transportes públicos cuando perturbe gravemente la tranquilidad ciudadana”, cosa que obviamente ocurre ante la posibilidad de propagación de una enfermedad cuyas últimas consecuencia aún no se conocen bien pero que, de momento, se ha llevado ya a un montón de gente de este mundo.
Las normas de la ordenanza municipal barcelonesa se utilizaron durante algún tiempo ante otro tipo de pandemia: la de los lateros. En las noches de los fines de semana pululaban por las calles de Gràcia, Poblenou y el casco antiguo de la ciudad grupos de individuos que vendían latas de cerveza y otras bebidas que guardaban donde podían, incluso en las alcantarillas. Diversas actuaciones de la Guardia Urbana permitieron descubrir que había pisos enteros convertidos en almacenes donde se abastecían los lateros. En algunos casos el último eslabón del reparto eran menores para evitar sanciones, aunque no pudiera evitarse que los agentes se incautaran del producto, siempre a pequeña escala y sin llegar, como ocurre con los manteros, a quienes les abastecen y explotan.
Tiene razón la federación de locales de ocio nocturno cuando denuncia que estas normas se han mostrado muy poco eficaces. Ahora y antes. Con las discotecas cerradas y con las discotecas abiertas. La cuestión, una vez más, es por qué se dictan normas nuevas si bastaba con hacer cumplir las ya existentes. Pura y simplemente porque se trata de operaciones publicitarias. No se busca erradicar el botellón sino hacer creer a la gente que el gobierno se dedica a gobernar, cuando es evidente que se limita a ver pasar los días y esperar que amaine el temporal.
Y lo que vale para el Gobierno de Torra, vale para el de Ada Colau. Bien está que reclame a la Generalitat, pero mejor sería si, además, persiguiera lo prohibido. Quizás vale la pena recordar que no todas las leyes son represivas. Algunas buscan garantizar la convivencia, protegen sobre todo a los más débiles frente a los abusones, sean estos jóvenes desairados por la vida que buscan evadirse en el alcohol o empresarios sin escrúpulos dispuestos a obtener el máximo beneficio lo más rápidamente posible, con o sin consecuencias negativas para los demás. Tan criticable es abusar de ciertas leyes que garantizan la propiedad para forzar desahucios, como poner en peligro la vida de la gente por tomarse una cerveza. Y quien hace esto último no es, ni por asomo, un ser nacido angélico y pervertido por una sociedad injusta. El que organiza el botellón sin importarle nada es simplemente un incívico insoportable.
De todas formas, siempre se puede hacer una sugerencia: que se autorice la venta de bebida en las bibliotecas. A ver si así aumenta la afición a la lectura. Porque, de verdad, hay libros que valen la pena.