Ocupados como están los miembros del Govern en pelear entre ellos haciendo cálculos sobre la próxima convocatoria electoral, apenas tienen ocasión de ocuparse de lo que realmente importa a los ciudadanos y a la economía. La lucha contra la pandemia del Covid-19 es un buen ejemplo de esa incompetencia manifiesta, pero no el único porque cada vez que deciden ponerse manos a la obra para aparentar que trabajan meten la pata.
Es lo que sucede desde que comenzó la legislatura en materia de vivienda, un terreno favorable para competir con Catalunya en Comú; y un auténtico disparate. Desde favorecer la okupación ante la mirada atónita de los propietarios de pisos –el 75% de las familias catalanas-- y de segundas residencias –un 15% de los hogares--, hasta limitar por ley los precios de los alquileres. En todos los casos, lógicamente, tropiezan con los tribunales y con las instituciones propias de la Generalitat, como ha ocurrido con el Consell de Garanties Estatutaries y la proposición de ley de límite de las rentas, que a criterio de este organismo vulnera la Constitución y el Estatuto de Autonomía.
La última ocurrencia se refiere a los pisos turísticos. Ahora resulta que después de no saber qué hacer con este asunto durante cinco años a la Consejería de Empresa le entran las prisas en plena pandemia y aprueba un decreto que legaliza el alquiler de habitaciones turísticas, teóricamente, para favorecer las economías domésticas. Cuando las autoridades sanitarias no paran de llamar la atención a los ciudadanos para que mantengan distancias físicas, el Govern autoriza en alquiler de habitaciones con la condición de que el propietario también viva en el mismo piso.
Evidentemente, los grandes operadores han aplaudido la genialidad, mientras que el Ayuntamiento de Barcelona que lleva años luchando contra esta competencia desleal para la industria hotelera y fuente de economía sumergida se ha llevado las manos a la cabeza. Quim Torra no solo da un empujón legal a una actividad que ha generado una enorme picaresca en toda Cataluña, y que ahora mismo se sufre a lo largo del litoral, sino que le pasa el marrón a los ayuntamientos. Deberán ser los consistorios los que lleven el registro de la actividad y los que envíen a los inspectores para verificar que el dueño vive efectivamente en el piso, como si fuera una pensión; una tarea sencillamente imposible.
Cuando en todo el mundo los ayuntamientos mantienen aún el pulso con los grandes operadores del sector para evitar la trampa de hacer pasar por plataformas tecnológicas lo que es pura intermediación inmobiliaria y conseguir así regular la actividad y conseguir que tributen, los políticos catalanes que aspiran a un Estado propio entran como elefante en cacharrería y lo estropean todo.
Cuando Barcelona debe pensar y desarrollar un turismo de calidad, lejos de las despedidas de soltero y del gamberrismo de la borrachera, la Generalitat inventa la pensión 5.0 con vistas a la Sagrada Familia. ¿Se puede ser más torpe?