La London Schools of Economics ha publicado un informe en el que detalla las razones que a su juicio han arruinado las posibilidades de que Barcelona se transformara en la Milán española, o sea en la capital económica y empresarial frente a la capitalidad política de Madrid (Roma). Un fenómeno que se refleja en el crecimiento del PIB de ambos territorios.
Básicamente, la tesis del estudio sostiene que el consenso que ha construido Madrid desde la recuperación de la democracia, un consenso obligado por la fragmentación política, la ha hecho más ecléctica y la ha abierto a todo tipo de iniciativas, presentándola como un lugar propicio para los negocios.
Por el contrario, las mayorías que han gobernado Cataluña han permitido construir un país según un modelo nacionalista excluyente y cerrado en si mismo, la han ido alejando del mundo económico.
A la tesis de los expertos de la prestigiosa institución británica, habría que añadir un fenómeno que en los últimos años ha venido a dar la puntilla a esa tendencia: un consistorio que gobierna Barcelona (35% del PIB de Cataluña) desde el enfrentamiento con las empresas, más enconado cuanto mayor es la empresa. En paralelo a esa pelea, además, trata de levantar un sector público municipal en competencia con el privado sin cosechar otra cosa que fracasos.
Esta semana hemos asistido a la última y lamentable demostración de ese empeño: la guerra absurda de Ada Colau por escurrir el bulto ante una nueva tasa municipal y echar el muerto sobre Agbar, la empresa a la que se obliga a recaudarla a través del recibo del agua, donde ahora ya se vehiculan dos tasas de residuos (tratamiento y recogida), una tercera tasa (la del alcantarillado) y un canon.
La alcaldesa ha utilizado todos los medios a su alcance para hacer propaganda contra la concesionaria tratando de aprovechar los errores que se han derivado del cálculo de consumo estimado del 52% de los contadores de la ciudad –el resto hacen telelectura-- durante la reclusión por la pandemia. Desde apariciones en televisión hasta amenazas directas de un decretazo que al final no ha sido más que filfa (fake news). No ha logrado convencer ni siquiera a los vecinos que pagan la nueva tasa.
También acabamos de saber cómo el ayuntamiento tira la toalla finalmente en su idea de hacer una empresa 100% pública de servicios funerarios y pone en venta su 15% de Serveis Funeraris de Barcelona por 28 millones. Volvemos a 2006.
En otro de los frentes de intento infantil de nacionalización de servicios, el de la energía eléctrica, también se ha colgado una medalla. A principios de 2017, Barcelona en Comú puso en marcha Barcelona Energía, dependiente de la pública Tersa (Tractament i Selecció de Residus, SA) con el propósito de suministrar electricidad a los barceloneses que lo deseasen. Prometía que el 100% de su energía sería renovable, algo que ningún distribuidor puede garantizar.
El último balance oficial de la iniciativa dice que ya tiene 4.600 puntos de suministro público. Entre esos puntos se cuentan las farolas, por ejemplo; pero no el Metro de Barcelona, que prefirió renovar su contrato con Energy. Además, Barcelona Energía consiguió el suministro a 1.800 “personas usuarias”. Si tenemos en cuenta que la campaña de publicidad para difundir la buena nueva costó 300.000 euros, sale un coste solo en propaganda de 166€ por cada cliente particular conseguido. Un éxito.
Artur Mas anunció en 2010 que haría un Govern business friendly, ya vemos cómo ha derivado el asunto: hasta las grandes compañías catalanas se han ido. Ada Colau se ha manifestado anti-empresa desde su primer mandato, en 2015, lo que echa para atrás a los inversores; pero es que encima trata de hacerles la competencia sin conocimientos ni experiencia suficientes y con dinero público.