Barcelona es la capital española con mayor densidad de población por kilómetro cuadrado: 16.000 habitantes, más del triple que Madrid. Pero eso sería un problema menor si no se dieran otras dos circunstancias: la alta concentración de coches y la afluencia cotidiana de miles de personas que entran en la ciudad para diversas actividades, procedentes del resto del área metropolitana y de toda Cataluña. No sólo el resto de España es centralista. El resultado histórico ha sido la cesión constante de espacio a los medios de transporte, sobre todo privados, para facilitar los movimientos de la población. Hace ya tiempo, sin embargo, que se sabe que ésa ha sido una mala solución que ha comportado el aumento de la contaminación hasta producir una media de 350 muertes al año. Una cifra muy alta si se tiene en cuenta que el número de muertos por tráfico, antes de la pandemia, rondaba la veintena.
Así las cosas, el objetivo de diversos partidos políticos es restar protagonismo al coche y devolvérselo al peatón y a medios no contaminantes. Esto exige una redistribución del espacio. Y el primer perjudicado es el automóvil. El consistorio, aprovechando la situación generada por el virus, ha empezado a reducir la superficie destinada a la circulación y al aparcamiento, con soluciones no siempre afortunadas. Frente a ello, se han alzado voces que denuncian que en la ciudad no hay aparcamientos suficientes si no se utilizan las calles. Las cifras, sin embargo, dicen otra cosa. En 2019, había en Barcelona 592.314 turismos y 567.387 plazas de aparcamiento cubierto, es decir, fuera de la calzada. De modo que menos de 25.000 vehículos necesitaban un lugar donde dormir. Hay suficientes plazas en garajes y aparcamientos. Sólo la red municipal (B-SM) ofrece 13.000, es decir más de la mitad de las necesarias. Así que el problema no es dónde dejar el coche, sino dónde dejarlo sin pagar. La alcaldesa, Ada Colau, siguiendo la norma de no decir nunca nada que pueda incomodar al votante, es incapaz de repetir lo que dijo el alcalde de Pontevedra, Miguel Anxo (BNG), el pasado mes de marzo en el VIII Congreso Ciudades que caminan: “Como alcalde no tengo la obligación de buscarle a nadie donde aparcar su coche". Una verdad infinita, aunque pueda restar votos.
Es evidente que, como dice Marcelo Pakman en su último libro (A flor de piel, Gedisa), hay medidas destinadas a proteger la salud de la ciudadanía que no pocos sectores de la población se empeñan en ver como una limitación de las libertades individuales. Pasa con el coche, pasa con el virus.
Frente a ello hay que exigir claridad a los políticos que toman las decisiones. No ha sido claro el consistorio barcelonés al explicar las limitaciones al coche. Ni ha habido diálogo ni explicaciones suficientes, de ahí buena parte de las críticas a las medidas adoptadas, aunque apenas nadie cuestione el objetivo general.
Después de todo, las calles están muy desigualmente repartidas. En l'Eixample, donde reside y vive buena parte de los barceloneses, el tráfico (con su secuela de ruidos, malos olores y gases contaminantes) se queda con el 65% del espacio. No parece excesivamente razonable para el peatón.
Para bien o para mal (más bien para mal porque envenenan la convivencia) las horrorosas pinturas vertidas aquí y allá, a lo Matisse, han sido interpretadas como pinturas de guerra cuando, en realidad, trataban de restablecer el equilibrio perdido y pacificar las calles.
Otra cosa es la polémica sobre los bloques de hormigón. El problema principal no son esos mismos bloques sino su inutilidad. Es evidente que los vehículos los sortean para circular y aparcar por la zona supuestamente reservada a los peatones. La queja del sector de las motos respecto a que son un peligro se cae cuando los ciclistas los aplauden y dicen que no los consideran en absoluto peligrosos. Porque cualquiera puede estamparse contra uno de esos bloques, pero seguro que no será porque el hormigón se haya movido con la aviesa idea de empotrarse contra la moto.