Tras los últimos disturbios barceloneses relacionados con el coronavirus y sus molestas consecuencias para la población, las fuerzas vivas de la ciudad parecieron haber llegado a un acuerdo para cargarle el muerto a la extrema derecha, algo que suele hacerse by default, aprovechando la evidencia de que los fascistas son, por definición, más brutos que un arado y dados a ponerlo todo patas arriba en cuanto se les presenta la más mínima ocasión. El mensaje era, en cierta medida, tranquilizante, pues descargaba de culpas a otros colectivos igualmente latosos y señalaba a unos sujetos que no le caen bien a nadie. El subtexto “son cuatro fachas y los pondremos en su sitio” sirve para identificar al enemigo, tranquilizar al ciudadano de bien e insinuar que la marginalidad violenta solo tiene un rostro. Pero me temo que no es cierto. A tenor de las imágenes que todos hemos visto de los últimos motines, aquello es un totum revolutum de fascistas, supuestos antifascistas, saqueadores de tiendas, pirómanos recreativos, gamberros apolíticos y puede que hasta gente más o menos normal que ha perdido la paciencia porque no le dejan ir a los bares o asistir a conciertos de rock. Más los habituales activistas antisistema genéricos que se apuntan a lo que sea -una manifestación pro prusés, un desahucio, una victoria (o una derrota, da igual) del Barça- con tal de quemar contenedores, brear a pedradas a la policía o hacer el cafre sin tasa.
No sé ustedes, pero a mí tanta insistencia en la extrema derecha me ha resultado un pelín sospechosa. Cierto es que se hicieron algunas pintadas antisemitas, pero vimos a algunos personajes -el mohicano del cóctel molotov en la mano, el magrebí que pilló una bicicleta en Decathlon e intentó venderla en Wallapop- que no acababan de encajar con la imagen que todos tenemos del extremista de derechas. Ojalá fuese todo tan sencillo y tan fácil de identificar. Nos tranquilizaría mucho descubrir que los disturbios fueron cosa de un comando de fachas, a ser posible, financiado por Vox. Pero me temo que nuestros motines son transversales y en ellos se juntan el hambre y las ganas de comer. Puede que los integrantes de la masa airada no tengan nada que ver unos con otros, que incluso se detesten mutuamente, pero lo que les mueve es lo mismo para todos: lo que Guns N' Roses denominaban en el título de uno de sus álbumes Appetite for destruction.
No es agradable, pero toda ciudad cuenta con un colectivo involuntario de petardistas con ganas de hacerla arder, descontentos sociales que difieren en todo salvo en el método escogido para exhibir su rabia, que siempre es el mismo y siempre requiere la misma respuesta: el porrazo policial. Hablando en plata, la chusma es variopinta y transversal. Y los energúmenos pueden ser de extrema derecha, de extrema izquierda y hasta de extrema idiocia. Las prisas del Ayuntamiento y de la Generalitat por responsabilizar de los disturbios a los posibles votantes de Abascal suenan a método expeditivo para identificar un problema más complejo y confuso de lo que pretenden hacernos creer. La extrema derecha es un asco, ya lo sabemos, pero no es el único asco al que nos enfrentamos en nuestra querida ciudad. Ojalá lo fuera.