Más de cien detenidos en Barcelona por pintarrajear trenes y metros. Son miembros de una banda internacional dedicada al grafiti que han causado daños por valor de más de veinte millones de euros en los transportes públicos. Cada vez más agresivos y amenazantes, se han convertido en un peligro para los trabajadores, los vigilantes, los agentes de seguridad y los usuarios. Con el imperdonable agravante de llamar arte a lo que es terrorismo estético. Hay entre ellos asesinos de la pintura procedentes de Italia, Venezuela, Argentina y Rusia, países donde serían encarcelados. ¿Pero cómo se explica que tan grande como es el mundo hayan convertido Barcelona y Catalunya en la meca del mal gusto, elevando sus excrementos de colores a categoría de decoración urbana?
Todo comenzó, aproximadamente, cuando aquel tripartito municipal decidió que las paredes manchadas no eran suciedad, sino arte urbano. Aquella idea, plagiada de los peores suburbios de Nueva York, infectó la Barcelona del alcalde Clos. Hasta el punto que el área de cultura del Ayuntamiento montó en su sala gótica una exposición llamada “Grafitis, 6.000 anys de llenguatge marginal”. Como el acto y su lujoso catálogo a cargo del erario público indignaron a muchos comerciantes y vecinos afectados por los pintamonas, la respuesta municipal fue ofrecerles un servicio de limpieza de fachadas a 400 euros. Y mientras el concejal José Cuervo era incapaz de mantener limpias la estaciones del metro, las fachadas de Santa Maria del Mar, la Catedral, el Palau Güell y otros monumentos, el Institut de Cultura de Barcelona montó una escuela de pintores de grafitis. ¿Quién era el comisario jefe del ICUB? Nada más y nada menos que Ferran Mascarell, ahora de nuevo concejal agazapado, después de ser conseller de la Generalitat con Maragall y Mas, embajador de Puigdemont y Torra en Madrid y de cambiar de camisa y cuenta corriente ideológica en varias ocasiones.
Sostenía Pasqual Maragall que en Barcelona una cosa lleva a la otra. Y como Mascarell era camarada socialista del supuesto urbanista socialista Jordi Borja, a su vez maestro, protector y jefe de Ada Colau, ahora pasa lo que pasa. Por tanto, como todo queda en su casa y en sus negociados, no es raro que la alcaldesa y su tropa de artistas marginales se dediquen a embadurnar las calles de Barcelona hasta convertirlas en hazmerreír o en colorida alucinación a ojos de toda persona con un mínimo buen gusto del arte y el urbanismo. Sin embargo, como todo lo que puede empeorar degenera más de lo imaginable, tres eminencias como Colau, Janet Sanz y Laia Bonet presentan un plan para descuartizar el Eixample con unas islas repugnantes que ya han fracasado en Sant Andreu, Poble Nou y Horta. Por eso resulta extraño que, con más de cien detenidos por pintar lo que no toca, nadie del Ayuntamiento ni de la sociedad cultural y artística barcelonesa sea capaz de detener los planes de las citadas Tres Desgracias antes de que destruyan un tesoro histórico como es el Eixample de Cerdà.