Diego Armando Maradona fue el futbolista del pueblo. En Argentina y en Nápoles. También fue querido en Barcelona, aunque nunca sintonizó con Josep Lluís Núñez y con el socio más conservador del Barça, poco dado a los excesos. Pero Dieguito, en apenas dos años, marcó a toda una generación de aficionados que disfrutaban con su magia, porque él fue un prestidigitador del balón, y cada actuación suya era un canto a la belleza, a la estética. Al FÚTBOL en mayúsculas.

Núñez utilizó el fichaje de Maradona para elevar la autoestima del barcelonismo y ampliar la masa social del club. Fue el reclamo perfecto para llenar un Camp Nou que pasó de 90.000 a 120.000 localidades. El Maradona futbolista era genial, pero el Maradona persona nunca fue un ejemplo de nada, ni quiso serlo. Sus detractores le acusan de ser una ruina, pero nunca hizo daño a nadie y fue generoso con los suyos en grado superlativo.

Maradona, en el Barça, vivió deprisa. A tope. Nunca estuvo solo en su lujosa casa de Pedralbes, con piscina y pista de tenis. Mientras Claudia, su novia, quemaba el dinero en El Corte Inglés, amigos y gorrones de todo pelaje se daban una fiesta cada día. O, mejor dicho, cada noche. Al Diego le exprimieron todo lo que pudieron y más, tanto que le aconsejaron un traspaso a Italia para recomponer sus cuentas. Por entonces, el Diego ya había probado la droga.

En Nápoles, Maradona alcanzó su plenitud. Fue una buena apuesta futbolística, pero no personal. En la capital del Vesubio fue el héroe que silenció al ostentoso y opulento norte de Italia, que despreciaba e insultaba a los napolitanos al grito de paletos y pancartas humillantes tipo Bienvenidos a Italia. Así las gastaban en Milán y Turín contra las napolitanos. Pero en Nápoles frecuentó compañías mucho más peligrosas que en Barcelona y conocida era su amistad con Carmine Giuliano, el jefe de la Camorra.

Maradona también fue una figura indiscutible en Argentina. Triunfó en Boca Juniors pero siempre fue respetado por la hinchada de River Plate, el eterno rival. El Diego, con sus gambetas y su carácter ganador recuperó el orgullo nacional, el mismo con el que jugó fatalmente el dictador Jorge Rafael Videla en la guerra de las Malvinas. La derrota militar fue vengada cuatro años después en un campo de fútbol. En el mítico Azteca de México. El 22 de junio de 1986, el Pelusa dinamitó a la Inglaterra de Bobby Robson con un gol en falso y con el gol más auténtico de la historia de los Mundiales. Ese Mundial terminó con Argentina campeonando tras tumbar a Alemania en la final.

Mitad héroe, mitad villano, Maradona tuvo una vida de cine. Si espectacular fue su ascenso a la gloria, sonada fue su caída a los infiernos, como bien cuenta Asif Kapadia con la película Diego Maradona, la que mejor resume la intensa existencia del crack argentino (ahora puede verse en Filmin).

En Buenos Aires, en Nápoles y en Barcelona, los devotos de Maradona cuentan sus batallitas del futbolista más auténtico y pasional. En la capital catalana, sin embargo, pocos saben que en verano de 2019 se exhibió la película de Kapadia. Las salas donde se exhibió estaban prácticamente vacías y sé de pocas personas que vieran el largometraje. El día que fui yo éramos cuatro en el cine: un compañero de profesión, su hijo, mi ex y yo. Pocas veces me he emocionado tanto y ese caluroso día de junio fue, posiblemente, el último que recuerdo con cariño de una relación que poco después se fue al traste. El Diego fue una persona autodestructiva, cierto, pero muchos fueron felices gracias a él. Incluso yo. Descansa en paz Dieguito.